sábado, 22 de noviembre de 2014

El Toreo sí es cultura.

 Por Santi Ortiz
"Defensora del toro de lidia, de la ecología y de una manera humanista de concebir el mundo, la cultura taurina debería ser defendida por quienes la atacan al tiempo que se posicionan en contra del pensamiento único de la globalización.
 Estar a la vez en contra del toreo y a favor de la biodiversidad cultural de los pueblos, es caer en flagrante contradicción"
Habíamos llegado en un artículo anterior a clasificar la materia en tres categorías con distinto grado de complejidad: la materia inerte, capaz de superar la selección fundamental; la materia viva, que superará una selección más compleja, como es la selección natural, y, por último, la materia culta –poseedora o fruto de la inteligencia abstracta–, capaz de prever y adelantarse a la incertidumbre del entorno al superar la selección cultural con el concurso de la inteligencia.

El hombre ya se sitúa de lleno dentro de la materia culta, pues la humana es la única especie dotada de inteligencia abstracta; pero el proceso selectivo a que nos referimos no termina en la materia culta, sino que continúa dentro de ella, diversificándose en función de los distintos entornos a los que debe vencer.
Tales entornos pueden venir definidos geográficamente por las fronteras nacionales, más o menos rígidas entre países, o aquellas que separan comarcas, dentro de un mismo país; límites que dan como resultado la independencia y diferente desarrollo de las culturas autóctonas, cuya variedad en el seno de una misma nación posee una importancia creciente toda vez que la amenaza de la globalización tiende a engullirlas y hacerlas desaparecer en cuanto no son homologables a su modelo.

También esta definición de entornos puede ser cultural, como ocurre con cada una de las distintas especializaciones que el hombre acomete. Por eso hay muchos menos especialistas de cada materia que hombres; porque el hombre para convertirse en especialista de algo ha debido vencer antes el antagonismo de otro entorno agregado: el que le obliga a enfrentarse a la problemática específica de su especialidad.


En particular, el toreo también posee rango de especialización, porque tanto el torero como el ganadero son profesionales que, mientras están en activo, necesitan entregarse por entero y dedicar su vida a penetrar en el conocimiento y práctica del asunto. Deben sumergirse con entusiasmo, con heroísmo a veces, poniendo los cinco sentidos en superar las incertidumbres de la lidia si quieren aspirar a dominarla y hacerla suya.

 Por eso hay también muchos menos toreros que hombres; porque el hombre, para ser torero, necesita vencer de nuevo el antagonismo de un entorno añadido: el que le enfrenta al toro y al toreo. El toro, con su carga de muerte, y el toreo, con sus complejas reglas, son los filtros selectivos que el hombre debe superar para ser torero.

En primer lugar, debe sobreponerse al miedo que el toro impone venciendo el instinto de conservación, y fíjense en la importancia de este hecho: el instinto de conservación, que es fruto de la selección natural propia de todo ser vivo, ha de ser superado por la selección cultural que convierte al hombre en torero.

En segundo lugar, el hombre debe reunir además las cualidades físicas y psíquicas necesarias para desarrollar los métodos y recursos del arte de la lidia y llevarlos a cabo con una estética que no desmerezca de las cotas alcanzadas por el toreo de la época en que lo desarrolla.
Dicho lo cual, resulta evidente que el torero es un logro de la selección cultural.

También habíamos concluido en el susodicho artículo anterior que el toro de lidia era asimismo fruto de la selección cultural. Ahora bien, si el toro, para existir, y el torero, para ser, han necesitado superar la selección cultural, ambos pertenecen a la materia culta; y si ambos pertenecen a la materia culta, la actividad que une sus destinos –esto es: el toreo–, no tiene más remedio que formar parte de lo que se define por Cultura. Y cultura es, le pese a quien le pese.


El toreo pertenece así a la tercera fase de la historia de la materia, puesto que la emergencia de la cultura aparece después de la vida –segunda fase– y ésta después del origen del universo –fase primera–, además, forma parte importantísima del acervo cultural español de los últimos tres siglos.
Con lo cual, se hace necesario seguir a Ortega y Gasset –don José–, quien sostenía que el toreo, nos guste o no, lo amemos o abominemos de él, tenemos la obligación de esclarecerlo, de ponerlo en claro, a fin de captar su esencia y entender su práctica, independientemente de nuestra posición respecto a su ocurrencia. A tal intento prometo dedicar un próximo artículo.

Ahora, sigamos con la cultura. El toreo, como variedad cultural, posee geográficamente un rango supranacional, puesto que, además de en España, se asienta actualmente en el sureste y sudoeste de Francia, en México, en Colombia, en Venezuela, en Perú, en Ecuador, en Barrancos y algún que otro pueblo más de Portugal, ciñéndome aquí a los lugares donde se celebra la corrida a la española.

En el tiempo, y ateniéndonos a lo que conocemos por “corrida de toros”, que bien poco tiene que ver con las fiestas de toros en las que actuaba la nobleza, podemos decir que es en torno al ecuador del siglo XVIII cuando la Fiesta cuaja como obra de arte. Y lo hace de manera impremeditada, como casi todo lo que del pueblo viene, sin afán de crearla como tal, sino encontrándose dentro de ella, inmerso en ella, con total inocencia.
Es un estallido de lo que se ha venido fraguando tras una lenta gestación de, al menos, medio siglo, en un tiempo en que el pueblo español decide desmarcarse totalmente de una nobleza inútil para la creación, desprestigiada en los asuntos políticos, administrativos y bélicos, y asume, educa y estiliza sus propios modelos, que serán los que marcarán los gustos y las modas del país para las dos centurias siguientes.
A la efervescencia de los toros, le acompaña el entusiasmo que provoca el teatro, al que el pueblo llano acude en masa como en la antigüedad acudían los atenienses al teatro griego.

Prueba de la pronta madurez que la fiesta de los toros adquiere, del modo con que se generaliza su aceptación y de cómo se preceptúa y regula, es que cuando Charles Darwin publica en 1859 la primera edición de “El origen de las especies” o cuando Gregor Mendel hizo lo propio con sus leyes en 1865, ya contaba el toreo con dos preceptivas históricas: “La Tauromaquia o Ciencia del toreo”, de Pepe-Illo, publicada en 1796, y la “Tauromaquia completa o Arte de torear en plaza tanto a pie como a caballo”, de Francisco Montes, Paquiro, dada a la imprenta en 1836.
 Inciso: por si el dato nos fuera necesario, Franco no nacería hasta 1892.

En cuanto a su evolución, el toreo sigue las pautas de la evolución cultural en general, la cual va progresando a saltos conforme al principio dialéctico de la transformación de la cantidad en calidad. Lo que sostiene dicho principio es claro: las cosas se van transformando por pequeños cambios que se van acumulando. Sin embargo, esta acumulación de cambios pequeños y casi imperceptibles no puede producirse indefinidamente.
Llega un momento en que, en lugar de pequeñas modificaciones, el cambio tiene lugar mediante un salto brusco.
Así funciona todo lo natural, incluido la materia inerte. (Tómese, por ejemplo, el caso del agua. Si subimos su temperatura de 1ºC, a 2ºC, 3ºC…, hasta 99ºC, el cambio es continuo, pero si la subimos un grado más y llegamos a los 100ºC, se produce un salto brusco y el agua se transforma en vapor.)
Y así funciona también la cultura, en general, y el toreo, en particular.


Como acontece en casi todas las artes, las ciencias, la política, la historia y gran parte de la tecnología, el desarrollo del toreo está unido sobre todo a un pequeño número de personas que han ejercido una influencia extraordinaria en la evolución de sus modos. Ellos personifican los saltos cualitativos que han llevado al toreo a situarse en su estadio actual. Los nombres de Cúchares, Paquiro, El Gordito, Lagartijo, El Espartero y, sobre todos, Juan Belmonte –que es quien pega el radical golpe de timón que cambiará definitivamente el curso del toreo encaminándolo por los derroteros de las bellas artes–, al que seguirán después los de Manolete, El Cordobés, Paco Ojeda y José Tomás, para dejar puesta en suerte la evolución del toreo en los terrenos de la actualidad, representan los principales escalones donde el toreo ha experimentado saltos cualitativos en su proceso evolutivo.

Identificar en estos toreros los motores del cambio de la Fiesta, nos lleva a pensar en la diferencia de predisposición individual que, de forma innata, existe en ellos hacia la actividad taurina y, de aquí, no hay más que un paso para caer en la creencia de que hemos vuelto a ser regidos por la selección natural y que todo es una cuestión de genes. Pero no es así.

Un torero como Joselito El Gallo debía tener, sin duda, dotes genéticas excepcionales cuando, con tan solo nueve añitos, corrigió a un banderillero adulto que trataba infructuosamente de clavar un par de banderillas en una capea en Coria del Río, hasta el punto de tirarse al ruedo y clavárselas él.
Sin embargo, esas dotes hubieran pasado totalmente inadvertidas de nacer en el seno de una familia de esquimales, en vez de en una familia sevillana donde su padre, su tío y sus dos hermanos eran toreros. La selección natural no desaparece en la materia culta; pero los condicionamientos socioculturales son determinantes para que la selección cultural siga evolucionando.

Defensora del toro de lidia, de la ecología y de una manera humanista de concebir el mundo, la cultura taurina debería ser defendida por quienes la atacan al tiempo que se posicionan en contra del pensamiento único de la globalización. Estar a la vez en contra del toreo y a favor de la biodiversidad cultural de los pueblos, es caer en flagrante contradicción.
Puede que el origen de dicha fobia –al margen de la beatería animalista– se encuentre en la identificación que se hace del toreo con el franquismo y con la “España profunda”.
Sin embargo, ninguna de las dos se sostiene en cuanto nos acercamos a su historia.
 La primera, porque como hemos señalado, mucho antes de nacer Franco ya contaba el toreo con sendos tratados paradigmáticos y había llenado España de plazas de toros y competencias taurinas del calibre de la que habían sostenido, por más de veinte años, Lagartijo y Frascuelo. La segunda, viene contradicha por su origen, que entronca con las culturas mediterráneas de Creta (minoica) y Roma (a través del dios Mitra).
Además, como gran creación cultural, el toreo está ligado simultáneamente a una antropología particular y a la expresión de valores universales, como la valentía, la belleza, el sacrificio, la grandeza, la nobleza, la solidaridad, el esfuerzo, el juego…, igual que la tragedia griega, a la vez de pertenecer a Atenas, sembraba prototipos de sentimientos y pasiones en los que poder reconocernos los humanos: la fatalidad, el deseo, la traición, el crimen, la venganza, la generosidad…
En concomitancia con lo que señalaba acertadamente el filósofo Francis Wolff, reducir la fiesta de los toros a la “España negra” sería tan absurdo como reducir la antigua tragedia griega al esclavismo entonces imperante.

Por sus valores universales, la cultura griega y la cultura taurina conquistaron el mundo. Y ahora, el fanatismo animalista y la colonización anglosajona y yanqui se la quieren cargar, y es nuestro deber cultural impedirlo.

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