"... hemos querido
adentrarnos en la parcela de la Ciencia, para comprobar una vez más la
singularidad –ahora fisiológica– del toro de lidia y cómo su sufrimiento de
“guerrero”, de luchador, de combatiente, en nada se parece al del animal
indefenso puramente paciente...
Mucho más elocuente sería
afirmar, como hacía Ortega y Gasset, que
“el mayor y más moral homenaje que podemos tributar en ciertas ocasiones a
ciertos animales puede ser matarlos con ciertas mesuras y ritos”
EL TOREO Y SU ÉTICA (y IV)
La valoración que de la muerte del toro en
la plaza hace el animalismo o la taurofobia se opone radicalmente a la que
mostrábamos en el artículo anterior. Consecuencia forzosa de los principios en
que ambas se asientan –que ya discutiremos en su momento–, parece lógico que
así sea. Sin embargo, debemos reconocer que un número significativo de personas
que no militan en ninguna de estas dos banderías se inclinan por rechazar la
muerte del animal.
Cierto es que la asimetría informativa
que, tanto en las redes sociales como en los medios de comunicación vuelca la
balanza en favor de las tesis contrarias al toreo –mientras que las
protaurinas, salvo excepciones como la de este foro, quedan confinadas al gueto
de la prensa especializada–, favorece este hecho, pero dicha realidad no nos
sirve para explicar del todo el repudio que en los últimos años ha venido
experimentando de forma creciente la muerte pública del toro y, de rebote, las
mismas corridas. Existen otros factores, extendidos más allá del ámbito
taurino, que vienen a incidir en este mismo rechazo. Uno
es el tema de la
muerte y otro –parcialmente tratado anteriormente aquí–, el de nuestra relación
con los animales. Podríamos hablar de un tercero, que es el que enfrenta los
valores del toreo con los que acepta y asume nuestra sociedad actual; pero este
interesante y clarificador asunto nos llevaría a traspasar las fronteras del
tema que aquí nos ocupa –el de la muerte del toro–, por lo que aplazaremos su
análisis para más adelante.
Expongamos en primer lugar cómo se ve la
lidia y muerte del toro desde el punto de vista de animalistas y antitaurinos,
que, aunque no son la misma cosa, coinciden en cuanto a considerar al toro como
una “víctima” de la “barbarie” humana.
De partida, deberíamos sustituir el verbo
“ver” por el de “imaginar”, pues, a diferencia de antitaurinos como Eugenio
Noel, que sí asistía a las corridas, los animalistas y taurófobos actuales no
van nunca a la plaza, luego difícilmente podrán “ver” nada que ocurra en la
lidia o que ataña a la muerte del toro. El asunto no es nada baladí, pues su
negativa a adquirir esta experiencia hace que la realidad del toreo sea para
ellos una interpretación, no el fruto de una mirada. Ello les permite imaginar
al toro como un ser sufriente; esto es: un ser que sufre. Y nunca como un ser
que lucha. El papel que para el taurófobo tiene el toro en la corrida es el de
sujeto pasivo sobre el que recae la acción maltratadora a través de un
complemento agente que, en este caso, son los toreros. El toro como sujeto
activo que ataca, embiste y se defiende queda erradicado de la interpretación
antitaurina. De este modo, la corrida pasa a convertirse para su imaginario en
un espectáculo cruel donde unos desalmados se divierten martirizando a un
animal indefenso.
La identificación del toro como sujeto
paciente y del torero como elemento maltratador hace saltar en el antitaurino
–sea animalista o no– el mecanismo de los sentimientos provocando una
inclinación afectiva de piedad hacia el toro y un odio mortal hacia el torero;
aversión que hace extensiva a los espectadores de las corridas, a quienes
identifican con seres insensibles o, peor aún, con psicópatas y sádicos que
gozan de las crueldades que se practican con el pobre animal.
Evidentemente, tales identificaciones y
tal interpretación de la corrida serían difícilmente sostenibles para
cualquiera que se atreviera a asistir a una de ellas y contemplara lo que
ocurre en el ruedo, captara las distintas respuestas y manifestaciones del
público en general y oyera los comentarios y demandas de las personas que tenga
alrededor de su asiento. Le sería imposible seguir identificando al toro con un
ser meramente sufriente, pues observaría que es un luchador. Tampoco vería en
el público una sola muestra de sadismo o de regocijo por el sufrimiento del
animal, antes al contrario, captaría –si el comportamiento bravo del toro así
lo demandara– una sincera admiración. Y si su sensibilidad no está bloqueada
por los prejuicios, sentiría el esfuerzo del torero por crear belleza, por
lograr esa concatenación de formas evanescentes donde la armonía y el ritmo
esparcen la inconfundible fragancia del acontecimiento artístico.
Téngase en cuenta que lo que el torero
expresa está pensado desde el ruedo, en la cercanía de las astas, y lo que el
aficionado sostiene lo ha aprendido desde el tendido. Es por tanto dentro de la
plaza donde deberá situarse cualquiera que pretenda entender la fiesta de los
toros. Además, las cosas se miran con los ojos del conocimiento, por eso resulta
tan difícil hacer comprender a quienes jamás han visto una corrida de toros lo
que apreciamos en ella los aficionados.
Todo eso está muy bien –dirá el
antitaurino–, pero el que acuda a la plaza también verá cómo se hiere al toro
con la puya y con las banderillas y cómo al final se le mata; esto es: al toro
se le hace sufrir y eso no es de recibo. Sin embargo –habrá que responder–,
aunque las heridas existen y el final previsto es la muerte del toro, todo lo
cambian dos circunstancias: una es que en ningún momento la finalidad es hacer
sufrir al toro, y la otra, que el toro es herido y muerto en el transcurso de
una mezcla de ritual y combate.
La suerte de varas está concebida como una
prueba de bravura para el toro. Se trata en ella de ver la reacción de la
bravura ante el estímulo represivo de la puya. Y es precisamente la condición
de bravo la que hace al toro acudir reiteradamente allí donde se le produce
daño y no salir huyendo para no volver más a pelear con el picador y su
caballo. Sirve además para hacerle sangrar y evitar que un exceso de
irascibilidad lo congestione. Por último, cabe decir que tiene también una
misión correctora de cara al desarrollo de la lidia. Al toro que tiene
tendencia a no humillar y a embestir con la cara alta, se le pica delantero
para quitarle ese defecto; igual que al que presenta la tendencia de meter la
cara entre las manos defendiéndose, se le pica trasero para levantarle la
cabeza. Y otra cosa que no puede olvidarse: al toro se le mide el castigo, so
pena de volver al público en contra del picador y su jefe de filas. No se trata
pues de acabar con el astado en el caballo; se trata de cumplir con la suerte
de varas dejando a la res con la fuerza y el empuje suficientes para pueda
seguir embistiendo con casta contribuyendo a que el torero emocione con la
muleta.
El tercio de banderillas está ideado para
que el toro recupere la “alegría” de embestir después de haber luchado contra
ese muro formidable que representan para él el caballo con peto y el picador.
Todo es ahora más dinámico, más ágil, pues es un hombre a cuerpo limpio quien
en su carrera parece huir de él, aunque no lo haga. Gráficamente, a las
banderillas suelen llamárseles “avivadores” por el efecto estimulador y
activador que tienen en el toro. También este tercio tiene su sentido dentro de
la lidia pues permite ver al torero cómo llega el toro a la muleta; esto es:
las características de su embestida por uno u otro pitón, pues, como sabe
cualquier aficionado, los toros no embisten de la misma forma por ambos
pitones.
De la muerte del toro desde el punto de
vista taurino ya todo quedó dicho en el artículo anterior, por lo que no cabe
repetirlo. Así que, en síntesis, como hemos podido apreciar, en los tres
momentos en que se hiere al toro –suertes de varas, de banderillas y estocada–
está éste peleando, bien contra el caballo, bien persiguiendo al banderillero
que lo cita a cuerpo limpio, bien tratando de matar al torero que lo mata. Las
heridas las sufre en combate, no como pasivo ser sufriente.
Sí, pero el toro sufre –insistirá el
antitaurino–; de acuerdo, diremos nosotros, y el torero, y el público, y la
vida, o acaso la vida no está íntimamente ligada al sufrimiento. Identificar,
como hace el hedonismo, el sufrimiento con el mal absoluto no sólo es un error
gravísimo, sino la muestra de una radical ignorancia; esto es: no haberse
enterado de que el gozo y el sufrimiento componen una unidad dialéctica
inseparable. Como la noche y el día. Como la vida y la muerte. Tan absurdo
sería pensar en una muerte sin vida, como en una vida sin muerte. Del mismo
modo, no hay sufrimiento sin gozo ni gozo sin sufrimiento. Querer prescindir
del sufrimiento es renunciar ineludiblemente al placer.
Por otra parte, todo animal que habite
libremente en su medio natural –con lo que excluyo a esa degeneración de la
animalidad que son las mascotas– antepone la adaptación al entorno, la lucha
por la supervivencia, a evitar a cualquier precio el dolor o el sufrimiento; es
más, el sufrimiento le es necesario como elemento defensivo fundamental.
Repárese en que el animal está siempre atento a lo que le llega del entorno. Su
alerta es constante y su inquietud perpetua, presto a oír, mirar u oler las
señales que del medio le vienen en forma de peligro o de apetito. A diferencia
del hombre –que tiene un sitio en el que refugiarse fuera del mundo: metiéndose
en sí mismo: ensimismándose–, el animal no vive desde sí mismo, sino sometido a
lo otro, a lo que está fuera de él. Y teniendo en cuenta de que el término otro
proviene del latino alter, podemos decir que el animal vive siempre alterado;
alteración perenne que ha de suponerle una tensión perpetua y un continuo
sufrimiento. Sufrimiento a todas luces necesario para su supervivencia, pues
sin esa tensión, sin ese sufrimiento, poco tendría que hacer ante la
incertidumbre del entorno.
Yo no voy a negar que el toro sufra
durante la lidia, pero sí he de defender que la tensión de la lucha mitigue o
incluso llegue a anular momentáneamente dicho sufrimiento. Fiel al método que
viene presidiendo y habrá de presidir todo mi discurso, argumentaré dicha
defensa utilizando dos vías diferentes. La primera extrapolará al toro un
fenómeno que cualquier humano considerará de ocurrencia factible. De nuevo he
de citar al ganadero Fernando Cuadri, pues a él le escuché la suposición.
Imagínense que somos presa de un insufrible dolor de muelas; un dolor tan
insoportable que nos impide centrarnos en cualquier otra cosa que no sea su
padecimiento. Desesperados, decidimos acudir al dentista sin pérdida de tiempo.
Como la consulta queda lejos, tomamos el coche y nos ponemos rápidamente en
marcha. Atolondrados por el dolor, sin casi atender al tráfico apenas, al girar
en una esquina vemos con horror que, de improviso, se nos cruza un niño y lo
atropellamos sin poder evitarlo. Aterrados, salimos del auto para ver qué le
hemos hecho. Y entre el espanto que nos produce la situación no podemos dejar
de reparar en algo extraordinario: nuestro insufrible dolor de muelas ha
desaparecido. El shock que nos produce el accidente ha activado los mecanismos
de defensa de nuestro sistema nervioso central y el sistema endocrino y ha
bloqueado totalmente la sensación de dolor que antes nos martirizaba. ¿Por qué
al toro no puede ocurrirle algo parecido bajo el estrés de un combate en el que
le va la vida?
No voy a ser yo quien conteste, sino la
Ciencia, que constituye la segunda vía de mi argumentación. El catedrático de
Fisiología Animal de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense
de Madrid, Juan Carlos Illera, lleva décadas estudiando los mecanismos de
respuesta al estrés en el toro de lidia y las modificaciones que dicha
respuesta genera en el umbral de dolor de esta raza de reses. Sus trabajos no
versan sobre el “sufrimiento” del toro: ni el sufrimiento ni la alegría ni la simpatía son magnitudes, por lo
que no se pueden medir y, en consecuencia, no son objetos de estudio
científico. Sus investigaciones versan sobre el estrés y el dolor, que sí
pueden cuantificarse a través de las cantidades de hormonas emitidas por el
sistema endocrino del animal como respuesta a dichas alteraciones. Pese a la
complejidad de las técnicas y experimentos realizados en el estudio del
profesor Illera, trataré de esbozar de la manera más clara y sucinta el hilo
argumental que conduce dicho estudio y los resultados que de él se derivan.
Todo ser vivo constituye un complejo
sistema de órganos y funciones cuyo equilibrio ha de ser mantenido ante
cualquier alteración proveniente del exterior o del interior del mismo. Para
ello cuenta con ciertos mecanismos compensatorios de control y
retroalimentación que entran en funcionamiento cuando algún agente –sea externo
o interno, como hemos señalado– altera dicho equilibrio.
El estrés puede considerarse como una
respuesta no específica del organismo ante cualquier demanda que se le imponga,
algo así como un instinto del cuerpo para protegerse a sí mismo.
Como el dolor es un agente estresante
–todo dolor causa estrés–, su padecimiento da lugar a una respuesta fisiológica
encaminada a restablecer el equilibrio perdido. Esta respuesta llega de la
acción conjunta del sistema nervioso central –con la emisión de
neurotransmisores– y del sistema endocrino, con su emisión de hormonas. Como
los mecanismos de respuesta son similares, pero no iguales, para el estrés en
general y el dolor, vamos a ceñirnos a la respuesta del organismo ante un
estímulo doloroso.
Previamente a la descripción, digamos que
la respuesta del organismo ante el estímulo doloroso persigue paliar en lo
posible el dolor y de la forma más rápida que se pueda. Para lo primero el
cuerpo manda al lugar donde el dolor se produce unos analgésicos fabricados por
el propio organismo –no hay que ir a buscarlos a la farmacia–, y para lo
segundo necesita la mayor cantidad de individuos que puedan transmitir la
información para que los analgésicos lleguen cuanto antes a su destino. Dicho
esto, veamos lo que pasa.
Cuando se produce el estímulo doloroso, su
señal llega a la corteza cerebral, en la que se produce la liberación de una
hormona a partir de la cual se va a generar el aumento de otras dos que
constituyen los auténticos analgésicos fabricados en la hipófisis: la
beta-endorfina y la meta-encefalina. Ambas son opiáceos que actúan como
moderadores del dolor, reduciendo la transmisión y eficacia de los estímulos
sensoriales. Señalemos que las endorfinas poseen aproximadamente ochenta veces más
potencia analgésica que la morfina. Lo que hacen estas hormonas es ir
bloqueando los receptores del dolor, de manera que, cuantas más hormonas se
hayan liberado, más receptores quedarán bloqueados, y cuantos más receptores
bloqueados queden, menos dolor sentirá el organismo. Además, se da el caso de
que esta respuesta se produce con sorprendente rapidez en el toro de lidia.
Lo que el doctor Illera y su equipo han
venido haciendo es medir la cantidad de estas hormonas liberadas en distintas
fases de la lidia. Yo daré los resultados cualitativos de la beta-endorfina
solamente, pues las otras dos arrojan resultados semejantes. Como la salida al
ruedo no produce ningún dolor –salvo el de ponerle la divisa–, en esos momentos
se libera muy poca hormona. Sin embargo, cuando se produce la máxima cantidad
liberada es tras la puya; en particular, tras el primer puyazo, cuando el toro
libera una cantidad de beta-endorfina diez veces superior a la de la mujer en
el parto, cuyos dolores se consideran los más intensos y agudos en el ser
humano. Después, la liberación de la hormona continúa en las banderillas y tras
la estocada, pero ya en menor cantidad que en la puya.
Con el estrés del toro hicieron lo mismo a
través de las cantidades liberadas de otras tres hormonas, que en este caso
eran la adrenalina, la noradrenalina y el cortisol, y llegaron a conclusiones
sorprendentes. Por ejemplo: el toro se estresa más durante el transporte en el
camión que en el ruedo; que se estresa menos en la lidia a la española que en
la lidia a la portuguesa, las corridas de rejones y en las de recortadores.
Dentro de la lidia a la española, el momento de mayor estrés no es el de la
suerte de varas ni las banderillas, es el de la salida al ruedo, donde después
de estar encerrado en un lugar oscuro, sale a un sitio lleno de luz y ruido y
en el que ningún olor le es característico. Siente el toro que no está en su
territorio, que está en territorio desconocido y eso es lo que más le
estresa.
Si el toro sufre poco estrés durante la
lidia y tiene una gran liberación de hormonas frente al dolor, el toro tiene
que ser diferente de los otros animales –pensaron los investigadores de
Illera–, en particular del resto de los bovinos. Había que localizar dónde se
encontraba la diferencia. Compararon las glándulas adrenales, la hipófisis y
otros órganos involucrados en estas respuestas y no encontraron diferencias
estimables. Entonces, decidieron que esa gran liberación de hormonas y la
enorme rapidez de respuesta tenían que provenir de algo que se diera a nivel
cerebral. Y ahí buscaron.
El primer órgano al que llega el estímulo
doloroso es el tálamo: estructura neuronal que se encuentra situada en el
centro del cerebro. Cuando midieron su tamaño, resultó que el tálamo del toro
de lidia era un 20% mayor que el del resto de bovinos, diferencia que entre
animales es bastante significativa. Piénsese que si tuviéramos un hígado un 20%
más grande, no nos cabría en el organismo.
Como el tálamo sólo está compuesto de
neuronas, a mayor tamaño del tálamo, mayor número de neuronas, y cuantas más
neuronas, más rápida será la respuesta. Pese a ser éste un razonamiento
totalmente lógico, Illera y su equipo se empeñaron en medir la velocidad de
transmisión de la neurona talámica; esto es: cuánto tarda el impulso nervioso
en pasar del principio al final de la neurona. Se encontró entonces que,
mientras que la velocidad de transmisión en el ganado manso era de 30 metros
por segundo y de 35 en los humanos, en el toro de lidia es de 48 metros por
segundo. O sea, un 60% más rápido que en el ganado manso. Por tanto, la
velocidad de respuesta es muchísimo más rápida en la res de lidia que en
cualquier otra. Tanto es así que, con dicha velocidad de respuesta y con las
enormes cantidades de hormonas liberadas, el doctor Illera estima que el tiempo
que tarda el dolor en desaparecer casi por completo en el toro de lidia gira en
torno a los 2 segundos. Esto explicaría su capacidad de volver a la pelea con
el picador tras recibir el puyazo, en vez de salir huyendo como lo haría
cualquier otro animal salvaje.
Estas conclusiones están extraídas de un
estudio de más de diez años de duración y sobre una muestra de más de cuatro
mil toros. Están extraídas de los datos científicos obtenidos de las observaciones.
Refutarlas requiere, como mínimo, de otro trabajo de similar rigor y precisión.
Negarlo simplemente con objeciones retóricas, como han hecho algunos
antitaurinos para conseguir sobre todo dar muestras de supina ignorancia, es
inaceptable.
Pudiera parecer que nos hemos alejado de
la ética. No es así, sólo hemos querido adentrarnos en la parcela de la
Ciencia, para comprobar una vez más la singularidad –ahora fisiológica– del
toro de lidia y cómo su sufrimiento de “guerrero”, de luchador, de combatiente,
en nada se parece al del animal indefenso puramente paciente.
Sostener que la muerte del toro “es
horrible” –como grita el antitaurinismo– es
no decir nada. Mucho más elocuente sería afirmar, como hacía Ortega y Gasset, que “el mayor y más moral homenaje
que podemos tributar en ciertas ocasiones a ciertos animales puede ser matarlos
con ciertas mesuras y ritos”. Con tal frase cerramos.
Del toreo frente a la cultura del miedo,
hablaremos en la próxima entrega.
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