martes, 13 de enero de 2015

EL TOREO Y SU ÉTICA (III)

Por Santi Ortíz. 

"... Son las reglas morales del toreo; las que dictan que para tener derecho a matar al toro hay que darle ocasión de que te mate. Si quieres matar al toro, tienes que estar dispuesto a morir. Así de tremendo, pero así de sublime.

En el brutal encontronazo de los dos contendientes... existe una fuerza irresistible y demoledora que se eleva como forma final y decisiva, como el desenlace trágico de una experiencia estética donde la muerte y la vida se cruzan en la frontera que las separa".

Llegó la hora de la verdad. En el ruedo, para el toro y el torero.
Y aquí, para estos artículos que continúan pretendiendo distanciar el toreo del panegírico apasionado e irreflexivo de los aficionados y de la demonización dogmática e ignorante de los antitaurinos.

Ha llegado el momento. El torero ha buscado la igualada y ha cuadrado al toro para entrarle a matar. Se perfila. Lía la muleta con la mano izquierda y, con la otra, se echa el estoque a la cara apuntando al morrillo.

La plaza enmudece, se ensimisma, contiene el aliento. Sus miles de ojos, sin un pestañeo, fijan sus miradas en la estampa que componen el hombre y el toro. Un leve giro sobre los talones enfrontila al torero situado entre los dos pitones y a menos de dos metros de estos, para iniciar su movimiento.

Sabe que las reglas mandan irse sobre el toro “en corto y por derecho” y sin desviar la vista del final del morrillo –en un sitio llamado cruz u hoyo de las agujas–, donde deberá enterrar el acero. También sabe que para lograr la muerte con su estoque habrá de pasar antes por la muerte que le aguarda en las astas y que, para evitarla, tendrá que desviar la cabezada con la tela que lleva
en la mano zurda sin ni siquiera mirar a los pitones, pues no puede perder de vista ni una fracción de segundo el objetivo donde debe clavar su estoque (Si se deja llevar por el instinto de conservación y mira los cuernos, lo más seguro será que falle).
Es un acto dramático, porque es un acto de muerte y, además, angustioso para el torero, pues, cuando se mata “de verdad”; esto es: volcándose encima del morrillo, sin desviarse de la recta, la sensación que el torero tiene –y lo puedo decir por experiencia– es la de sentirse cogido, la de esperar, en fracciones de segundo, verse alzado en un pitón del toro, pues la anchura de su lomo se percibe debajo del cuerpo, extendiéndose tanto a la derecha como a la izquierda del torero, lo mismo que siente instantes antes de sufrir una voltereta.
Pero detengamos la secuencia. Congelemos la imagen con el torero yéndose tras la espada hacia el morrillo del animal y éste metiendo la cabeza en la muleta que lo cita. Paremos el tiempo y preguntémonos, ¿por qué se mata al toro?

Para el aficionado o los profesionales de la fiesta brava, la pregunta pertenece a ese tipo de interrogaciones rotundas, cortantes, que casi cogen por sorpresa a quienes van dirigidas pues cuestionan  cosas que, por creerlas evidentes, ni siquiera nos hemos planteado; ni siquiera se nos ha pasado por la cabeza la necesidad de justificarlas. Es como si, de pronto, nos preguntaran: ¿por qué hemos de respirar para vivir?, o ¿por qué habla el hombre?

Sin embargo, la trascendencia del hecho –un ser vivo quita la vida a otro– hace necesaria una respuesta, aunque nuestra taurofilia vea el hecho con tal naturalidad que tienda a contestar simplemente, como al que han pillado desprevenidamente, “porque así tiene que ser”.

Naturalmente, desde nuestra obligación intelectual de esclarecer todo lo que concierne al toreo y metidos como estamos en las razones éticas que lo sustentan, no podemos dar ni conformarnos con ese tipo de pseudo-respuestas que dejan al que interroga en el mismo estadio de ignorancia o incomprensión que estaba antes de oírla porque no responden a nada.
Es preciso, pues, acometer el asunto con la debida seriedad y para ello, huyendo de escolásticos aislamientos, hemos de ponerlo en relación con todo lo que le ha precedido, con todo lo que le da sentido, pues, sacada de su contexto, la muerte del toro nos parecerá algo tan absurdo como gratuito.

Antes de darme a la tarea, señalaré que me propongo abordarla en dos etapas. En la primera, acometeré la respuesta ciñéndome, sin concesión alguna, a lo que la muerte del toro es para la tauromaquia; es decir, con la crudeza que muestran esos versos terribles de Federico García Lorca, insertos en la tercera elegía de su “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, cuando dice: “No quiero que le tapen la cara con pañuelos/ para que se acostumbre con la muerte que lleva.” Tampoco aquí quiero yo esconder nada, pues nada hay que esconder.
 Las explicaciones y reflexiones se abordarán aquí desde la óptica taurina, la cual es de obligada consideración. Sin embargo, en la etapa siguiente –recogida en el próximo artículo–, trataré de conectar el hecho de matar al toro con la valoración que la “sensibilidad” de nuestra sociedad actual hace sobre esta muerte. Comencemos.

Así como el arte queda inserto dentro de la cultura y el toreo dentro del arte, la muerte del toro hay que contemplarla como un elemento de la lidia. No como un elemento cualquiera, sino como el colofón del último acto del drama. Su punto final. La triple vertiente del toreo –rito, enfrentamiento y arte– confluye y desemboca en esta última y definitiva suerte para hallar en ella su completitud y culminación.

Como rito, la ejecución de la estocada supone el acto postrero que da término a la secuencia de acciones que configuran el ritual de la lidia. Durante toda ella, el hombre ha hecho sacrificio de ofrenda de su interioridad, expresada en su forma de dar y de darse ante y con el toro. Pero ni el ritual ni el sacrificio pueden prolongarse indefinidamente. Es preciso darle término de modo radical. ¿Cómo?... Acometiendo la ofrenda de mayor entrega por ser la de máxima exposición: jugarse la vida matando al animal que ha prestado sentido a todo lo anterior, pues con él es como el hombre ha podido mostrar su forma de ofrendarse, de entregarse.

Como enfrentamiento, marca el lance final donde la lid encuentra su desenlace. En la interacción entre torero y toro, el momento de entrar a matar es el único donde dicho enfrentamiento puede catalogarse de lucha, porque en él no sólo el toro ataca al torero –lo que ha estado haciendo desde que saltó al ruedo–, sino también el torero ataca al toro, cosa que hasta entonces no ha hecho en el sentido belicoso del término. Es el duelo final; el momento más dramático e intenso. Es el acto donde más se evidencia la ética que lleva al hombre a la renuncia de su superioridad para darle chance al toro.
La ética que da sentido al toreo. Porque al toro no se le ajusticia. No se le mata de cualquier manera ni con cualquier arma. No se le abate con un fusil de mira telescópica desde una distancia que garantice la impunidad de su matador.
Ni se le hace saltar por los aires arrojándole una granada de mano.
Ni se le atraviesa el corazón con la saeta lanzada a prudencial distancia con una ballesta. No. Al toro se le mata utilizando una espada y un trozo de tela.
Y no a traición, sino frente a frente y teniendo que cruzar y sortear –a veces por milímetros– los pitones que pueden herir y matar. Son las reglas morales del toreo; las que dictan que para tener derecho a matar al toro hay que darle ocasión de que te mate. Si quieres matar al toro, tienes que estar dispuesto a morir. Así de tremendo, pero así de sublime.

Como arte, la consumación de la estocada –ese acto aristocrático de lealtad con el toro donde el torero hace honor a su título de “matador”– genera una composición de dramática belleza. La fusión de las figuras del hombre y el toro en el momento culminante de enterrar el estoque en el cuerpo del bruto posee esa fascinación de lo sublime que conmueve y provoca una incontenible exaltación de los sentidos.
En el brutal encontronazo de los dos contendientes –convocados simultáneamente al mismísimo centro del destino–, existe una fuerza irresistible y demoledora que se eleva como forma final y decisiva, como el desenlace trágico de una experiencia estética donde la muerte y la vida se cruzan en la frontera que las separa.
Escenas desgarradoras como la del torero que ha salido del trance con la camisa destrozada, hecha unos zorros, por ese derrote fatal que le buscaba el corazón, mientras alza su brazo en señal de victoria ante el toro que manotea con la espada hundida hasta los gavilanes tratando inútilmente de aferrarse a la vida, son de una rotundidad expresiva capaz de situar nuestra consciencia ante la sobrecogedora profundidad del abismo. El escalofrío que nos sacude ante la verdad implacable de esa belleza bárbara y catártica ha generado motivos de inspiración para multitud de inmarcesibles objetos artísticos.
Paradigmática en este sentido se me antoja la escultura de Mariano Benlliure titulada “La estocada de la tarde” –inspirada en la que recetó el torero cordobés Rafael González, Machaquito, al toro “Barbero”, de Miura, en la antigua plaza de Madrid–, donde aparece el astado instante antes de derrumbarse sin vida, con el estoque enterrado en la cruz, y un jirón de camisa torera en la punta del pitón derecho.


Debemos entender, por tanto, que, sin la muerte del toro, toda la lidia, todo lo que el toreo tiene de rito, de enfrentamiento y de arte, quedaría inconcluso y, en consecuencia, privado de sentido. Sería algo así como un silogismo a cuyas premisas no siguiera conclusión alguna; como una narración de historias convergentes que no acabaran de coincidir en ningún sitio.
Pero no sólo sería la lidia la que se viera privada de sentido, sino todo lo que el toro de lidia es y supone para el hombre. Criado y seleccionado culturalmente está para la lucha en la plaza, para morir en ella. Son toros de muerte y a su destino van rodeados del máximo respeto. Un respeto que se prolonga después de su muerte, pues el toro que ha peleado con bravura recibe el póstumo homenaje de la afición que lo ovaciona puesta en pie, o pide para él la vuelta al ruedo, con las mulillas a paso lento.
También reciben premios o dejan su nombre inscrito en azulejos que preservan su memoria. Son toros memorables, cuyo recuerdo sigue embistiendo por la memoria de los aficionados, que narran sus hazañas en las tertulias y en los mentideros donde se habla de toros. Nunca son tratados como ganado anónimo. Ni son cosas, son protagonistas. Tienen identidad y personalidad individual.
Y son admirados y reconocidos.

En una especie de círculo virtuoso, la lidia da sentido a la muerte del toro en la plaza y la muerte del toro da sentido a la lidia y a todo lo que al animal bravo afecta; es más: sin la muerte del toro la lidia sería una farsa.
El comportamiento de la res durante toda ella está totalmente condicionado por el instinto que le advierte de que le va la vida en ese enfrentamiento. Si luego el enfrentamiento se acaba y resulta que la amenaza de muerte era pura ficción, todo se ha vaciado de contenido.

Existe otro aspecto de singular importancia que hemos de considerar. Desde los primeros tiempos del toreo a pie y hasta casi más de un siglo después, la jerarquía del toreo establecía como “suerte suprema” la de matar, mientras que todo lo demás venía a ser un mero complemento preparatorio para lograr la muerte del toro en las mejores condiciones.
La lidia era fundamentalmente un ejercicio de dominio y eficacia subordinado siempre –salvo alguna que otra excepción– a la consecución de la estocada.
Sin embargo, desde que Juan Belmonte encauza el toreo por los senderos de las Bellas Artes, desde que el torero comienza a crear y a buscar belleza en sus acciones y a exteriorizar con su lenguaje artístico parte de su alma, el toreo en sí mismo adquiere un protagonismo sin parangón en el pasado. No es ya sólo una práctica de técnica, autoridad y valor que fija su objetivo en la suerte suprema, sino una destreza que se emancipa de tal obligación encontrando en su propia re-creación el verdadero deleite artístico, el auténtico placer de torear.
En este caso, la jerarquía anterior se vuelve del revés. Más que la muerte del toro en sí, al torero le interesa lo que antes ha tenido que hacer para lograrla; esto es: torear. Con tal inversión, eso que anteriormente era sólo un medio se convierte en finalidad efectiva; aunque la muerte del toro siga siendo esencial porque sin ella no hay auténtico toreo. Ella es la finalidad del toreo, pero no la del torero, quien la procura porque, como quedó señalado, es la que confiere sentido a toda la lidia anterior.
En suma: ya no se torea para matar, se mata para haber toreado. Pero hay que matar. Porque, aunque el toreo se haya refinado, pulido, recreado en alcanzar altísimas cotas estéticas, tiene que dejar intacta su estructura esencial, y en ella, la escena culminante, la que baja el telón, es la muerte del toro.

Tengamos esto presente: si al torero le dieran hecha la muerte del toro, renunciaría a ella. Lo esencial es ganársela, y ganársela toreando; vencer con su propio esfuerzo, sabiduría y valor al noble bruto que lucha bravamente, hasta llevarlo a ese punto de entrega, de reconocimiento de superioridad del adversario, donde, al decir taurino, el toro “pide la muerte”. Y la pide, como un buen discurso “pide” su final, como el suyo un buen relato o una buena película. A partir de ahí, prolongarlos es… “pasarse de faena”, y entonces todo degenera en abuso, exceso, añadido contraproducente.

Además de todo lo expuesto, desde un punto de vista utilitario el toro no sirve para nada más después de toreado. Ya hemos señalado en otra ocasión que sólo puede lidiarse una vez, pues en ella adquiriría un “aprendizaje” que haría inviable torearlo de nuevo. Entonces, una vez lidiado quedarían dos caminos: o matarlo públicamente, como se hace en la corrida a la española, o devolverlo a los corrales, como hacen en Portugal.
Pero esta última opción es mucho más cruel para el toro, pues lo único que logra es retardar el momento de su muerte, prolongando sus horas de sufrimiento –como los mataderos no trabajan los sábados y domingos ni días festivos, los toros lidiados en esas fechas deben permanecer en los corrales veinticuatro o cuarenta y ocho horas hasta que son llevados a la casa de matanzas para ser sacrificados– y acrecentándolo, pues sacados de la tensión de la pelea, una vez “fríos”, los dolores y padecimientos serían mucho más intensos, como le ocurre con las patadas recibidas a los jugadores de fútbol una vez acabado el partido, a los boxeadores tras el combate o a los toreros horas después de la corrida cuando el toro les ha dado una paliza.
Por lo tanto, de esta última opción, de la opción “a la portuguesa”, sólo saldría ganando la hipocresía del “ojos que no ven…” y de aquellos que tienen alma de avestruz.

No caben subterfugios ni evasivas, el deber del torero es matar al toro.
Y lo es porque necesita liberarse de la amenaza que el toro ha supuesto para él durante toda la lidia y para eso debe acabar, terminar radicalmente, con ella.
La muerte del toro significa la liberación del hombre. Y no sólo del torero, también del público, pues, al ponerse del lado del hombre también se siente liberado por la muerte del animal.


Hay un último aspecto relacionado íntimamente con la muerte del toro en la plaza que no podemos dejar de percibir: la muerte del toro es fuente de vida. Con su tributo del 5% anual, paga la existencia del 95% de reses restantes –que no existirían sin las corridas–, la mayoría de las cuales nunca saldrán del campo mientras dura su existencia vivida y disfrutada acorde con su naturaleza de animal bravo.


Por todas estas razones se mata al toro.
La pregunta, desde la ética taurina, ha quedado contestada

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