"... Son las reglas
morales del toreo; las que dictan que para tener derecho a matar al toro hay
que darle ocasión de que te mate. Si quieres matar al toro, tienes que estar
dispuesto a morir. Así de tremendo, pero así de sublime.
En el brutal encontronazo de
los dos contendientes... existe una fuerza irresistible y demoledora que se
eleva como forma final y decisiva, como el desenlace trágico de una experiencia
estética donde la muerte y la vida se cruzan en la frontera que las
separa".
Llegó la hora de la verdad. En
el ruedo, para el toro y el torero.
Y aquí, para estos artículos
que continúan pretendiendo distanciar el toreo del panegírico apasionado e
irreflexivo de los aficionados y de la demonización dogmática e ignorante de
los antitaurinos.
Ha llegado el momento. El torero
ha buscado la igualada y ha cuadrado al toro para entrarle a matar. Se perfila.
Lía la muleta con la mano izquierda y, con la otra, se echa el estoque a la
cara apuntando al morrillo.
La plaza enmudece, se
ensimisma, contiene el aliento. Sus miles de ojos, sin un pestañeo, fijan sus
miradas en la estampa que componen el hombre y el toro. Un leve giro sobre los
talones enfrontila al torero situado entre los dos pitones y a menos de dos
metros de estos, para iniciar su movimiento.
Sabe que las reglas mandan irse
sobre el toro “en corto y por derecho” y sin desviar la vista del final del
morrillo –en un sitio llamado cruz u hoyo de las agujas–, donde deberá enterrar
el acero. También sabe que para lograr la muerte con su estoque habrá de pasar
antes por la muerte que le aguarda en las astas y que, para evitarla, tendrá
que desviar la cabezada con la tela que lleva
en la mano zurda sin ni siquiera
mirar a los pitones, pues no puede perder de vista ni una fracción de segundo
el objetivo donde debe clavar su estoque (Si se deja llevar por el instinto de
conservación y mira los cuernos, lo más seguro será que falle).
Es un acto dramático, porque es
un acto de muerte y, además, angustioso para el torero, pues, cuando se mata
“de verdad”; esto es: volcándose encima del morrillo, sin desviarse de la
recta, la sensación que el torero tiene –y lo puedo decir por experiencia– es
la de sentirse cogido, la de esperar, en fracciones de segundo, verse alzado en
un pitón del toro, pues la anchura de su lomo se percibe debajo del cuerpo,
extendiéndose tanto a la derecha como a la izquierda del torero, lo mismo que
siente instantes antes de sufrir una voltereta.
Pero detengamos la secuencia.
Congelemos la imagen con el torero yéndose tras la espada hacia el morrillo del
animal y éste metiendo la cabeza en la muleta que lo cita. Paremos el tiempo y
preguntémonos, ¿por qué se mata al toro?
Para el aficionado o los
profesionales de la fiesta brava, la pregunta pertenece a ese tipo de
interrogaciones rotundas, cortantes, que casi cogen por sorpresa a quienes van
dirigidas pues cuestionan cosas que, por
creerlas evidentes, ni siquiera nos hemos planteado; ni siquiera se nos ha
pasado por la cabeza la necesidad de justificarlas. Es como si, de pronto, nos
preguntaran: ¿por qué hemos de respirar para vivir?, o ¿por qué habla el
hombre?
Sin embargo, la trascendencia
del hecho –un ser vivo quita la vida a otro– hace necesaria una respuesta,
aunque nuestra taurofilia vea el hecho con tal naturalidad que tienda a
contestar simplemente, como al que han pillado desprevenidamente, “porque así
tiene que ser”.
Naturalmente, desde nuestra
obligación intelectual de esclarecer todo lo que concierne al toreo y metidos
como estamos en las razones éticas que lo sustentan, no podemos dar ni
conformarnos con ese tipo de pseudo-respuestas que dejan al que interroga en el
mismo estadio de ignorancia o incomprensión que estaba antes de oírla porque no
responden a nada.
Es preciso, pues, acometer el
asunto con la debida seriedad y para ello, huyendo de escolásticos
aislamientos, hemos de ponerlo en relación con todo lo que le ha precedido, con
todo lo que le da sentido, pues, sacada de su contexto, la muerte del toro nos
parecerá algo tan absurdo como gratuito.
Antes de darme a la tarea,
señalaré que me propongo abordarla en dos etapas. En la primera, acometeré la
respuesta ciñéndome, sin concesión alguna, a lo que la muerte del toro es para
la tauromaquia; es decir, con la crudeza que muestran esos versos terribles de
Federico García Lorca, insertos en la tercera elegía de su “Llanto por Ignacio
Sánchez Mejías”, cuando dice: “No quiero que le tapen la cara con pañuelos/
para que se acostumbre con la muerte que lleva.” Tampoco aquí quiero yo
esconder nada, pues nada hay que esconder.
Las explicaciones y reflexiones se abordarán
aquí desde la óptica taurina, la cual es de obligada consideración. Sin
embargo, en la etapa siguiente –recogida en el próximo artículo–, trataré de
conectar el hecho de matar al toro con la valoración que la “sensibilidad” de
nuestra sociedad actual hace sobre esta muerte. Comencemos.
Así como el arte queda inserto
dentro de la cultura y el toreo dentro del arte, la muerte del toro hay que
contemplarla como un elemento de la lidia. No como un elemento cualquiera, sino
como el colofón del último acto del drama. Su punto final. La triple vertiente
del toreo –rito, enfrentamiento y arte– confluye y desemboca en esta última y
definitiva suerte para hallar en ella su completitud y culminación.
Como rito, la ejecución de la
estocada supone el acto postrero que da término a la secuencia de acciones que
configuran el ritual de la lidia. Durante toda ella, el hombre ha hecho
sacrificio de ofrenda de su interioridad, expresada en su forma de dar y de
darse ante y con el toro. Pero ni el ritual ni el sacrificio pueden prolongarse
indefinidamente. Es preciso darle término de modo radical. ¿Cómo?...
Acometiendo la ofrenda de mayor entrega por ser la de máxima exposición:
jugarse la vida matando al animal que ha prestado sentido a todo lo anterior,
pues con él es como el hombre ha podido mostrar su forma de ofrendarse, de
entregarse.
Como enfrentamiento, marca el
lance final donde la lid encuentra su desenlace. En la interacción entre torero
y toro, el momento de entrar a matar es el único donde dicho enfrentamiento
puede catalogarse de lucha, porque en él no sólo el toro ataca al torero –lo
que ha estado haciendo desde que saltó al ruedo–, sino también el torero ataca
al toro, cosa que hasta entonces no ha hecho en el sentido belicoso del
término. Es el duelo final; el momento más dramático e intenso. Es el acto
donde más se evidencia la ética que lleva al hombre a la renuncia de su
superioridad para darle chance al toro.
La ética que da sentido al
toreo. Porque al toro no se le ajusticia. No se le mata de cualquier manera ni
con cualquier arma. No se le abate con un fusil de mira telescópica desde una
distancia que garantice la impunidad de su matador.
Ni se le hace saltar por los
aires arrojándole una granada de mano.
Ni se le atraviesa el corazón
con la saeta lanzada a prudencial distancia con una ballesta. No. Al toro se le
mata utilizando una espada y un trozo de tela.
Y no a traición, sino frente a
frente y teniendo que cruzar y sortear –a veces por milímetros– los pitones que
pueden herir y matar. Son las reglas morales del toreo; las que dictan que para
tener derecho a matar al toro hay que darle ocasión de que te mate. Si quieres
matar al toro, tienes que estar dispuesto a morir. Así de tremendo, pero así de
sublime.
Como arte, la consumación de la
estocada –ese acto aristocrático de lealtad con el toro donde el torero hace
honor a su título de “matador”– genera una composición de dramática belleza. La
fusión de las figuras del hombre y el toro en el momento culminante de enterrar
el estoque en el cuerpo del bruto posee esa fascinación de lo sublime que
conmueve y provoca una incontenible exaltación de los sentidos.
En el brutal encontronazo de
los dos contendientes –convocados simultáneamente al mismísimo centro del
destino–, existe una fuerza irresistible y demoledora que se eleva como forma
final y decisiva, como el desenlace trágico de una experiencia estética donde
la muerte y la vida se cruzan en la frontera que las separa.
Escenas desgarradoras como la
del torero que ha salido del trance con la camisa destrozada, hecha unos
zorros, por ese derrote fatal que le buscaba el corazón, mientras alza su brazo
en señal de victoria ante el toro que manotea con la espada hundida hasta los
gavilanes tratando inútilmente de aferrarse a la vida, son de una rotundidad
expresiva capaz de situar nuestra consciencia ante la sobrecogedora profundidad
del abismo. El escalofrío que nos sacude ante la verdad implacable de esa
belleza bárbara y catártica ha generado motivos de inspiración para multitud de
inmarcesibles objetos artísticos.
Paradigmática en este sentido
se me antoja la escultura de Mariano Benlliure titulada “La estocada de la
tarde” –inspirada en la que recetó el torero cordobés Rafael González,
Machaquito, al toro “Barbero”, de Miura, en la antigua plaza de Madrid–, donde
aparece el astado instante antes de derrumbarse sin vida, con el estoque
enterrado en la cruz, y un jirón de camisa torera en la punta del pitón
derecho.
Debemos entender, por tanto,
que, sin la muerte del toro, toda la lidia, todo lo que el toreo tiene de rito,
de enfrentamiento y de arte, quedaría inconcluso y, en consecuencia, privado de
sentido. Sería algo así como un silogismo a cuyas premisas no siguiera
conclusión alguna; como una narración de historias convergentes que no acabaran
de coincidir en ningún sitio.
Pero no sólo sería la lidia la
que se viera privada de sentido, sino todo lo que el toro de lidia es y supone
para el hombre. Criado y seleccionado culturalmente está para la lucha en la
plaza, para morir en ella. Son toros de muerte y a su destino van rodeados del
máximo respeto. Un respeto que se prolonga después de su muerte, pues el toro
que ha peleado con bravura recibe el póstumo homenaje de la afición que lo
ovaciona puesta en pie, o pide para él la vuelta al ruedo, con las mulillas a paso
lento.
También reciben premios o dejan
su nombre inscrito en azulejos que preservan su memoria. Son toros memorables,
cuyo recuerdo sigue embistiendo por la memoria de los aficionados, que narran
sus hazañas en las tertulias y en los mentideros donde se habla de toros. Nunca
son tratados como ganado anónimo. Ni son cosas, son protagonistas. Tienen
identidad y personalidad individual.
Y son admirados y reconocidos.
En una especie de círculo
virtuoso, la lidia da sentido a la muerte del toro en la plaza y la muerte del
toro da sentido a la lidia y a todo lo que al animal bravo afecta; es más: sin
la muerte del toro la lidia sería una farsa.
El comportamiento de la res
durante toda ella está totalmente condicionado por el instinto que le advierte
de que le va la vida en ese enfrentamiento. Si luego el enfrentamiento se acaba
y resulta que la amenaza de muerte era pura ficción, todo se ha vaciado de
contenido.
Existe otro aspecto de singular
importancia que hemos de considerar. Desde los primeros tiempos del toreo a pie
y hasta casi más de un siglo después, la jerarquía del toreo establecía como
“suerte suprema” la de matar, mientras que todo lo demás venía a ser un mero
complemento preparatorio para lograr la muerte del toro en las mejores
condiciones.
La lidia era fundamentalmente
un ejercicio de dominio y eficacia subordinado siempre –salvo alguna que otra
excepción– a la consecución de la estocada.
Sin embargo, desde que Juan
Belmonte encauza el toreo por los senderos de las Bellas Artes, desde que el
torero comienza a crear y a buscar belleza en sus acciones y a exteriorizar con
su lenguaje artístico parte de su alma, el toreo en sí mismo adquiere un protagonismo
sin parangón en el pasado. No es ya sólo una práctica de técnica, autoridad y
valor que fija su objetivo en la suerte suprema, sino una destreza que se
emancipa de tal obligación encontrando en su propia re-creación el verdadero
deleite artístico, el auténtico placer de torear.
En este caso, la jerarquía
anterior se vuelve del revés. Más que la muerte del toro en sí, al torero le
interesa lo que antes ha tenido que hacer para lograrla; esto es: torear. Con
tal inversión, eso que anteriormente era sólo un medio se convierte en
finalidad efectiva; aunque la muerte del toro siga siendo esencial porque sin
ella no hay auténtico toreo. Ella es la finalidad del toreo, pero no la del
torero, quien la procura porque, como quedó señalado, es la que confiere
sentido a toda la lidia anterior.
En suma: ya no se torea para
matar, se mata para haber toreado. Pero hay que matar. Porque, aunque el toreo
se haya refinado, pulido, recreado en alcanzar altísimas cotas estéticas, tiene
que dejar intacta su estructura esencial, y en ella, la escena culminante, la
que baja el telón, es la muerte del toro.
Tengamos esto presente: si al
torero le dieran hecha la muerte del toro, renunciaría a ella. Lo esencial es
ganársela, y ganársela toreando; vencer con su propio esfuerzo, sabiduría y
valor al noble bruto que lucha bravamente, hasta llevarlo a ese punto de
entrega, de reconocimiento de superioridad del adversario, donde, al decir
taurino, el toro “pide la muerte”. Y la pide, como un buen discurso “pide” su
final, como el suyo un buen relato o una buena película. A partir de ahí,
prolongarlos es… “pasarse de faena”, y entonces todo degenera en abuso, exceso,
añadido contraproducente.
Además de todo lo expuesto,
desde un punto de vista utilitario el toro no sirve para nada más después de
toreado. Ya hemos señalado en otra ocasión que sólo puede lidiarse una vez,
pues en ella adquiriría un “aprendizaje” que haría inviable torearlo de nuevo.
Entonces, una vez lidiado quedarían dos caminos: o matarlo públicamente, como
se hace en la corrida a la española, o devolverlo a los corrales, como hacen en
Portugal.
Pero esta última opción es
mucho más cruel para el toro, pues lo único que logra es retardar el momento de
su muerte, prolongando sus horas de sufrimiento –como los mataderos no trabajan
los sábados y domingos ni días festivos, los toros lidiados en esas fechas
deben permanecer en los corrales veinticuatro o cuarenta y ocho horas hasta que
son llevados a la casa de matanzas para ser sacrificados– y acrecentándolo,
pues sacados de la tensión de la pelea, una vez “fríos”, los dolores y
padecimientos serían mucho más intensos, como le ocurre con las patadas
recibidas a los jugadores de fútbol una vez acabado el partido, a los
boxeadores tras el combate o a los toreros horas después de la corrida cuando
el toro les ha dado una paliza.
Por lo tanto, de esta última
opción, de la opción “a la portuguesa”, sólo saldría ganando la hipocresía del
“ojos que no ven…” y de aquellos que tienen alma de avestruz.
No caben subterfugios ni
evasivas, el deber del torero es matar al toro.
Y lo es porque necesita
liberarse de la amenaza que el toro ha supuesto para él durante toda la lidia y
para eso debe acabar, terminar radicalmente, con ella.
La muerte del toro significa la
liberación del hombre. Y no sólo del torero, también del público, pues, al
ponerse del lado del hombre también se siente liberado por la muerte del
animal.
Hay un último aspecto
relacionado íntimamente con la muerte del toro en la plaza que no podemos dejar
de percibir: la muerte del toro es fuente de vida. Con su tributo del 5% anual,
paga la existencia del 95% de reses restantes –que no existirían sin las
corridas–, la mayoría de las cuales nunca saldrán del campo mientras dura su
existencia vivida y disfrutada acorde con su naturaleza de animal bravo.
Por todas estas razones se mata
al toro.
La pregunta, desde la ética
taurina, ha quedado contestada
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