En su labor científica divulgativa,
sostiene Jorge Wagensberg –doctor en Ciencias Físicas, profesor universitario y
militante antitaurino– que todo lo que existe ha debido superar antes algún
tipo de selección. ¿Por qué?... Pues porque todo lo que puebla el universo real
necesita superar la confrontación que mantiene con su entorno. De que lo
consigan o no, depende que los seres sean capaces o no de permanecer en el
mundo real.
Esta permanencia adquiere distintos
significados en función de la clase de objetos a los que se aplique. Siguiendo
la clasificación establecida por el profesor Wagensberg, los objetos reales
pueden dividirse en inanimados (inertes) y animados (vivos), y dentro de estos
últimos, trazando una raya rotunda, nítida, que distinga del resto de seres
vivos a la única especie dotada de inteligencia abstracta: la humana –aquí el
profesor Wagensberg se distancia cuerdamente de los animalistas–,
distinguiremos finalmente tres tipos de objetos que podemos denominar: materia
inerte, materia viva y materia culta. Cada uno de ellos se rebela contra el
entorno de un modo específico a fin de lograr la deseada permanencia, en
función del sentido que el concepto “permanencia” tenga para cada cual. Así,
para la materia inerte, permanecer significa encontrar la necesaria estabilidad
para seguir estando; para la materia viva, permanecer significaría a su vez ser
capaz de adaptarse para seguir existiendo, y, para la materia culta, permanecer
no sería otra cosa que tener capacidad de conocer, de crear, para seguir
conociendo.
Como la inteligencia no ha podido surgir
antes que la vida, ni ésta antes que la materia inerte, y como, al parecer, el
paso del tiempo no ha hecho sino desarrollar la complejidad de la realidad,
hemos de concluir que la materia culta encierra un mayor grado de complejidad
que la viva, siendo ésta, a su vez, más compleja que la inerte. Como además,
para alcanzar este mayor nivel de complejidad es preciso superar un grado más
elevado de selección, la estrategia que cada una de estas clases de objetos
desarrolla para lograr su permanencia es propia y distinta.
A
fin de vencer los rigores de su entorno, para superar la incertidumbre con que
éste la amenaza, la materia inerte se limitará pura y simplemente a resistirla.
La materia viva, en cambio, no sólo resistirá tales condiciones, sino que
desarrollará una capacidad para modificar su incidencia, adaptándose a ellas o
evolucionando en consecuencia. Por último, la materia culta, a esta capacidad
de modificar la incertidumbre del entorno, unirá la de preverla y adelantarse a
ella.
Tendríamos así tres grados selectivos
superados por cada uno de los estadios de la materia, que el señor Wagensberg
bautiza como selección fundamental, que supera la materia inerte; selección
natural, que regula la materia viva, y selección cultural, cuya superación hace
preciso el concurso de la inteligencia.
Concluido este paseo introductorio,
tratemos de aplicarlo al toro de lidia –al que, en adelante, me referiré
simplemente como “el toro”–, quien, como ser vivo, en una época anterior al
advenimiento del toreo, estaba moldeado exclusivamente por la selección
natural.
En ese estadio de su existencia, el toro,
como herbívoro que ha de cuidarse de los depredadores, ha desarrollado un
sistema visual que le permite un mayor campo de visión lateral y hacia abajo,
un finísimo oído, un buen olfato, cuatro poderosas extremidades que le permiten
una veloz –aunque no larga– carrera y una testa coronada por dos astifinas
defensas que le hacen temible en un encuentro frontal.
Hasta aquí, el toro moldeado por la
selección natural, cuya agresividad responde al primitivo y salvaje instinto
defensivo que caracteriza a este tipo de reses; esto es: al misterio hormonal
que le lleva a atacar para defenderse; a la agresividad que el toro lleva
grabada en su genoma y que puede aparecer en cuanto se sienta molestado, sin
necesidad de recurrir a prácticas alevosas para hacerlo embestir, como capciosa
y ridículamente sostiene la ignorancia antitaurina.
En la época en que se inicia el toreo a
pie, la selección cultural prácticamente no ha tomado cartas en el asunto. A lo
sumo, se eligen para correrlas reses de aquellos ganaderos que han dejado mejor
recuerdo en festejos anteriores o que han acuñado fama por las localidades
vecinas; es decir: se prefieren aquellas que suelen mostrar mayor nivel de
agresividad por propiciar con tal cualidad mejor divertimento, como ocurría con
ciertas vacas y novillos de la cántabra raza monchina o la vasconavarra betizu.
Sin embargo, con el paso de los años, el
toreo se profesionaliza, convirtiéndose en el espectáculo más popular. La
cotización del toro como animal de lidia experimenta un alza que sobrepuja su
valor cárnico –siempre de moderado rendimiento– o el que lo convertiría en
castrado animal de labor; además, si su casta da lustre a los festejos, otorga
al ganadero un prestigio imposible de conseguir a través del ganado mansueto.
Tales circunstancias dan origen, en el último cuarto del siglo XVIII –cuando
pisan la arena Costillares, Pedro Romero y Pepe-Illo, primera terna señera del
toreo– a una especialización en la crianza del toro de lidia sin parangón en el
pasado, pese a que haya constancia de la existencia de ganaderías bravas
consolidadas a partir del siglo XVI e incluso antes.
Es, no obstante, a finales de la centuria
dieciochesca o a principios de la decimonónica cuando la mente del hombre
comienza a romper la isotropía de la selección natural introduciendo en la
existencia del toro una dirección privilegiada: la que discrimina a las reses
en función de su idoneidad para la lidia. Desde el mismo momento en que el
primer ganadero comienza a practicar con sus reses la elemental y primitiva
prueba del cesto –un cesto de mimbre que se colocaba en medio del corral en el
que se soltaban las reses, una a una, para ver si lo embestían o no–, la
selección cultural hace acto de presencia en la ganadería brava para no
separarse de ella nunca más; es decir: de ahí en adelante, el toro pasa a ser
seleccionado por la inteligencia del hombre, debiendo satisfacer los criterios
selectivos que imponga el ganadero. Para permanecer, el toro –o la vaca– ha de
superar su confrontación con el entorno, que en este caso componen el ganadero
y el toreo.
Una característica de este tipo de
selección, que la distingue de las dos anteriores –la fundamental y la
natural–, es que en ella los problemas anteceden a las soluciones. El hombre se
anticipa a la incertidumbre del entorno, a las distintas formas en que la
hostilidad del medio puede manifestarse, y busca la manera de imponerse a
ellas. El ganadero, en este caso, se anticipa a dicha incertidumbre, a las
distintas formas en que la hostilidad de la lidia puede manifestarse en el toro
–mansedumbre, debilidad, bronquedad, sentido, etc–, y busca la manera de
imponerse a ellas seleccionando en consecuencia con métodos más complejos y
pormenorizados. Dicho de otra forma: el ganadero comienza a seleccionar en
busca del toro idóneo para el toreo de la época; un toro que se aparta de la
naturaleza para emprender un viaje sin retorno que lo adentra en la senda
cultural de la lidia.
Dicho viaje nos lleva ineludiblemente a un
concepto fundamental: la bravura.
Hay una creencia muy arraigada incluso en
muchos aficionados taurinos que confunde la agresividad del toro con su
bravura. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Que la agresividad que el
toro lleva grabado en sus genes sea el soporte biológico de la bravura, no nos
faculta para confundir ambos conceptos. De hecho, mientras que la agresividad
natural del toro, como cualidad esencial del mismo, es inmutable, o, al menos,
tan estable como las características específicas de la raza de lidia, la
bravura ha venido experimentando una continua evolución a lo largo del tiempo
en función de cómo ha ido evolucionando la lidia. Y es que, contrariamente al
prejuicio antitaurino que cataloga a la fiesta brava de anacrónica como si
estuviese anclada en un tiempo remoto, el toreo no ha dejado nunca de cambiar.
Como el ganadero ha venido seleccionando a
lo largo de siglos buscando el toro idóneo para la lidia, al ir cambiando ésta,
el concepto de “toro idóneo” también ha sufrido sucesivas modificaciones, lo
cual se ha traducido en cambios consecuentes del modelo de bravura buscado a lo
largo del tiempo a través de los distintos métodos selectivos. En conclusión:
mientras que la agresividad del toro es un concepto biológico regido por la
selección natural, la bravura es un concepto taurómaco determinado por la
selección cultural aplicada por los ganaderos.
Precisamente, es la bravura el rasgo
diferenciador –transmitido genéticamente– cuya funcionalidad permite calificar
al bovino de lidia como raza, siendo junto con la del caballo pura sangre
inglés –seleccionado por su velocidad– las primeras razas definidas por sus
rasgos funcionales y conformadas por individuos de muy variada morfología.
De todo lo expuesto podemos concluir algo
esencial: El toro que hoy sale por los chiqueros de nuestras plazas, bien poco
tiene que ver con el salvaje y primitivo que, hace siglos, campaba a sus anchas
por marismas y praderas. Éste era fruto exclusivo de la selección natural. Sin
embargo, el que hoy encampana su testa en medio de los ruedos es, por el
contrario, una creación de los ganaderos, una creación de la inteligencia
humana, un fruto exquisito de la selección cultural.
Santi Ortiz.
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