miércoles, 23 de abril de 2014

EL TORO DE LIDIA, FRUTO DE LA SELECCIÓN CULTURAL.

En su labor científica divulgativa, sostiene Jorge Wagensberg –doctor en Ciencias Físicas, profesor universitario y militante antitaurino– que todo lo que existe ha debido superar antes algún tipo de selección. ¿Por qué?... Pues porque todo lo que puebla el universo real necesita superar la confrontación que mantiene con su entorno. De que lo consigan o no, depende que los seres sean capaces o no de permanecer en el mundo real.

Esta permanencia adquiere distintos significados en función de la clase de objetos a los que se aplique. Siguiendo la clasificación establecida por el profesor Wagensberg, los objetos reales pueden dividirse en inanimados (inertes) y animados (vivos), y dentro de estos últimos, trazando una raya rotunda, nítida, que distinga del resto de seres vivos a la única especie dotada de inteligencia abstracta: la humana –aquí el profesor Wagensberg se distancia cuerdamente de los animalistas–, distinguiremos finalmente tres tipos de objetos que podemos denominar: materia inerte, materia viva y materia culta. Cada uno de ellos se rebela contra el entorno de un modo específico a fin de lograr la deseada permanencia, en función del sentido que el concepto “permanencia” tenga para cada cual. Así, para la materia inerte, permanecer significa encontrar la necesaria estabilidad para seguir estando; para la materia viva, permanecer significaría a su vez ser capaz de adaptarse para seguir existiendo, y, para la materia culta, permanecer no sería otra cosa que tener capacidad de conocer, de crear, para seguir conociendo.

Como la inteligencia no ha podido surgir antes que la vida, ni ésta antes que la materia inerte, y como, al parecer, el paso del tiempo no ha hecho sino desarrollar la complejidad de la realidad, hemos de concluir que la materia culta encierra un mayor grado de complejidad que la viva, siendo ésta, a su vez, más compleja que la inerte. Como además, para alcanzar este mayor nivel de complejidad es preciso superar un grado más elevado de selección, la estrategia que cada una de estas clases de objetos desarrolla para lograr su permanencia es propia y distinta.

A fin de vencer los rigores de su entorno, para superar la incertidumbre con que éste la amenaza, la materia inerte se limitará pura y simplemente a resistirla. La materia viva, en cambio, no sólo resistirá tales condiciones, sino que desarrollará una capacidad para modificar su incidencia, adaptándose a ellas o evolucionando en consecuencia. Por último, la materia culta, a esta capacidad de modificar la incertidumbre del entorno, unirá la de preverla y adelantarse a ella.

Tendríamos así tres grados selectivos superados por cada uno de los estadios de la materia, que el señor Wagensberg bautiza como selección fundamental, que supera la materia inerte; selección natural, que regula la materia viva, y selección cultural, cuya superación hace preciso el concurso de la inteligencia.

Concluido este paseo introductorio, tratemos de aplicarlo al toro de lidia –al que, en adelante, me referiré simplemente como “el toro”–, quien, como ser vivo, en una época anterior al advenimiento del toreo, estaba moldeado exclusivamente por la selección natural.

En ese estadio de su existencia, el toro, como herbívoro que ha de cuidarse de los depredadores, ha desarrollado un sistema visual que le permite un mayor campo de visión lateral y hacia abajo, un finísimo oído, un buen olfato, cuatro poderosas extremidades que le permiten una veloz –aunque no larga– carrera y una testa coronada por dos astifinas defensas que le hacen temible en un encuentro frontal.

Hasta aquí, el toro moldeado por la selección natural, cuya agresividad responde al primitivo y salvaje instinto defensivo que caracteriza a este tipo de reses; esto es: al misterio hormonal que le lleva a atacar para defenderse; a la agresividad que el toro lleva grabada en su genoma y que puede aparecer en cuanto se sienta molestado, sin necesidad de recurrir a prácticas alevosas para hacerlo embestir, como capciosa y ridículamente sostiene la ignorancia antitaurina.

En la época en que se inicia el toreo a pie, la selección cultural prácticamente no ha tomado cartas en el asunto. A lo sumo, se eligen para correrlas reses de aquellos ganaderos que han dejado mejor recuerdo en festejos anteriores o que han acuñado fama por las localidades vecinas; es decir: se prefieren aquellas que suelen mostrar mayor nivel de agresividad por propiciar con tal cualidad mejor divertimento, como ocurría con ciertas vacas y novillos de la cántabra raza monchina o la vasconavarra betizu.

Sin embargo, con el paso de los años, el toreo se profesionaliza, convirtiéndose en el espectáculo más popular. La cotización del toro como animal de lidia experimenta un alza que sobrepuja su valor cárnico –siempre de moderado rendimiento– o el que lo convertiría en castrado animal de labor; además, si su casta da lustre a los festejos, otorga al ganadero un prestigio imposible de conseguir a través del ganado mansueto. Tales circunstancias dan origen, en el último cuarto del siglo XVIII –cuando pisan la arena Costillares, Pedro Romero y Pepe-Illo, primera terna señera del toreo– a una especialización en la crianza del toro de lidia sin parangón en el pasado, pese a que haya constancia de la existencia de ganaderías bravas consolidadas a partir del siglo XVI e incluso antes.

Es, no obstante, a finales de la centuria dieciochesca o a principios de la decimonónica cuando la mente del hombre comienza a romper la isotropía de la selección natural introduciendo en la existencia del toro una dirección privilegiada: la que discrimina a las reses en función de su idoneidad para la lidia. Desde el mismo momento en que el primer ganadero comienza a practicar con sus reses la elemental y primitiva prueba del cesto –un cesto de mimbre que se colocaba en medio del corral en el que se soltaban las reses, una a una, para ver si lo embestían o no–, la selección cultural hace acto de presencia en la ganadería brava para no separarse de ella nunca más; es decir: de ahí en adelante, el toro pasa a ser seleccionado por la inteligencia del hombre, debiendo satisfacer los criterios selectivos que imponga el ganadero. Para permanecer, el toro –o la vaca– ha de superar su confrontación con el entorno, que en este caso componen el ganadero y el toreo.

Una característica de este tipo de selección, que la distingue de las dos anteriores –la fundamental y la natural–, es que en ella los problemas anteceden a las soluciones. El hombre se anticipa a la incertidumbre del entorno, a las distintas formas en que la hostilidad del medio puede manifestarse, y busca la manera de imponerse a ellas. El ganadero, en este caso, se anticipa a dicha incertidumbre, a las distintas formas en que la hostilidad de la lidia puede manifestarse en el toro –mansedumbre, debilidad, bronquedad, sentido, etc–, y busca la manera de imponerse a ellas seleccionando en consecuencia con métodos más complejos y pormenorizados. Dicho de otra forma: el ganadero comienza a seleccionar en busca del toro idóneo para el toreo de la época; un toro que se aparta de la naturaleza para emprender un viaje sin retorno que lo adentra en la senda cultural de la lidia.

Dicho viaje nos lleva ineludiblemente a un concepto fundamental: la bravura.

Hay una creencia muy arraigada incluso en muchos aficionados taurinos que confunde la agresividad del toro con su bravura. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Que la agresividad que el toro lleva grabado en sus genes sea el soporte biológico de la bravura, no nos faculta para confundir ambos conceptos. De hecho, mientras que la agresividad natural del toro, como cualidad esencial del mismo, es inmutable, o, al menos, tan estable como las características específicas de la raza de lidia, la bravura ha venido experimentando una continua evolución a lo largo del tiempo en función de cómo ha ido evolucionando la lidia. Y es que, contrariamente al prejuicio antitaurino que cataloga a la fiesta brava de anacrónica como si estuviese anclada en un tiempo remoto, el toreo no ha dejado nunca de cambiar.

Como el ganadero ha venido seleccionando a lo largo de siglos buscando el toro idóneo para la lidia, al ir cambiando ésta, el concepto de “toro idóneo” también ha sufrido sucesivas modificaciones, lo cual se ha traducido en cambios consecuentes del modelo de bravura buscado a lo largo del tiempo a través de los distintos métodos selectivos. En conclusión: mientras que la agresividad del toro es un concepto biológico regido por la selección natural, la bravura es un concepto taurómaco determinado por la selección cultural aplicada por los ganaderos.

Precisamente, es la bravura el rasgo diferenciador –transmitido genéticamente– cuya funcionalidad permite calificar al bovino de lidia como raza, siendo junto con la del caballo pura sangre inglés –seleccionado por su velocidad– las primeras razas definidas por sus rasgos funcionales y conformadas por individuos de muy variada morfología.

De todo lo expuesto podemos concluir algo esencial: El toro que hoy sale por los chiqueros de nuestras plazas, bien poco tiene que ver con el salvaje y primitivo que, hace siglos, campaba a sus anchas por marismas y praderas. Éste era fruto exclusivo de la selección natural. Sin embargo, el que hoy encampana su testa en medio de los ruedos es, por el contrario, una creación de los ganaderos, una creación de la inteligencia humana, un fruto exquisito de la selección cultural.

Santi Ortiz. 

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