Por
SANTI ORTIZ.
http://dueloliterae.blogspot.com.es/
"Comprender
al toro no es mirarlo, recorrerlo con la vista, ver lo que cualquiera puede;
comprender es buscar en él lo que no puede verse con los ojos. Desde que sale
al ruedo, el toro –como todo lo que puebla la realidad– está enviando mensajes,
dando pistas, presentando indicios de lo que lleva en su interior. Para
entenderlo, el torero tiene que formularle “preguntas”...
el
buen torero descifra al toro para que el público lo vea. No obstante, este
desciframiento obedece a la idea que el torero busca plasmar con el toro"
Señalábamos
en el capítulo anterior que, dentro de la comunicabilidad del toreo, además de
la parcela ocupada por la experiencia estética, también podíamos encontrar otra
destinada a la adquisición de conocimiento; un proceso cognitivo que nos da
opción a desembocar en uno de los goces más gratificantes que el ser humano
puede experimentar: el goce intelectual. Un goce exclusivo de la materia culta,
pues al necesitar el concurso de la inteligencia abstracta, descarta
absolutamente a todas las demás especies animales.
De lo dicho, se deduce que el toro queda
excluido de dicho goce, aunque ello no impida a su instinto ir cogiendo
resabios durante la experiencia de la lidia al extremo de poder volverse
malicioso y hasta ilidiable.
La
adquisición de conocimientos compete, pues, al torero y al público solamente.
No
obstante, como el mundo –el de cada cual– no deja de ser una perspectiva, el
conocimiento que trata de adquirir y transmitir el torero –que está en la arena
y frente al toro– y el que procura adquirir el público, situado a una segura
distancia de donde se realiza la acción, ocurren en mundos distintos y están
vistos desde distintas perspectivas. El torero ha de extraer conocimiento del
toro, y el espectador de lo que ocurre en la arena.
Todo conocimiento nace de la ignorancia;
ignorancia que no debemos confundir con el simple no saber, pues ignorar es no
saber aquello que necesitamos saber.
Yo no sé cuántos rizos tiene en el testuz ese toro que corretea por el ruedo, pero no
me siento ignorante por ello. No me interesa. No me planteo tal
cuestión. No me
hace falta para nada saberlo. En cambio, la ignorancia que nos inicia en el
camino del conocimiento nos remite siempre a una pregunta.
Y es que, aunque no todas las preguntas abren
la puerta a la tarea de conocer, el conocimiento empieza siempre por preguntar.
Preguntamos por aquello que nos preocupa, dicho sea en el sentido literal del
término; esto es: nos pre-ocupa, porque tendremos luego que ocuparnos de ello.
Preguntar es, pues, ocuparnos por anticipado de lo que vamos a hacer.
Al torero le preocupa el toro; ese toro
del que, una vez ha saltado a la arena, va a tener que ocuparse. Pero no le
preocupa como ente físico que está ahí, a la vista de todos, sea grande o
terciado, veleto o gacho, añejado o joven, vareado o regordío, alto o bajo de
agujas.
En todo caso, lo imponente de su morfología,
su trapío, la agresividad que desprenda su estampa, podrá incidir haciendo más
o menos mella en el ánimo torero, pero en nada afecta a la preocupación que
siente el hombre que a él ha de enfrentarse por esclarecer su comportamiento.
Y esto es así porque la pregunta que inicia,
en este caso, el proceso de conocimiento no va orientada a esclarecer ese toro
físico que se nos ha hecho presente desde que salió del chiquero, no. Va
encaminada a poner en claro lo que el toro lleva dentro, lo que permanece
oculto en él, su forma de reaccionar y responder en la lidia; dicho de otro
modo: su manera de comportarse en ella.
Esto es un ejemplo de cómo al hombre
–también al torero– se le duplica el mundo. Al mundo inmediato de las cosas, de
los entes, de lo que nos es patente, se le añade ese otro mundo oculto tras o
dentro de las cosas, que nunca nos es inmediato y que requiere de nosotros el
esfuerzo de buscarlo.
Esfuerzo que el hombre, con su curiosidad
genérica, viene realizando desde que anda por la faz de la Tierra en palpable
demostración de que no se conforma con el mundo perceptible que le rodea, sino
que éste le incita a lanzarse en busca de ese mundo de esencias, ese trasmundo,
que aguarda a su inteligencia, latente y oculto tras el primero.
Al
fruto del esfuerzo que el hombre –o el torero– dedica a llegar hasta la
comprensión del mismo a partir de la pregunta inicial que lo ha puesto en
camino es a lo que suele llamarse conocimiento. No obstante, me apresuro a
aclarar que el conocimiento no es un simple ejercicio de virtuosismo
intelectual ni parte promovido por una curiosidad diletante e insustancial. El
conocimiento no tiene la frivolidad por origen, surge siempre de una necesidad,
que en el caso del torero obviaremos por evidente.
Sin embargo, sí es preciso insistir en que
esa necesidad se vuelve obligación del torero de sostenerse en medio del ruedo
y ante el toro. Ello le impone tener que decidir en cada instante lo que debe
hacer; dicho de otro modo: lo que va a ser en el instante siguiente. Cada
momento es irreemplazable y, por ello, no puede errar impunemente. La va la
vida en ello, o su carrera, o su triunfo, o su confianza en sí mismo. La vida
vuela y pasa sin posible retorno.
Y el
toro que se va sin haber sido debidamente toreado, debidamente “comprendido”,
no vuelve más, con las consecuencias que nadie sabe a prioripodrá tener sobre
el prestigio o el futuro del torero, incapaz de haberlo sabido aprovechar
conforme a las expectativas despertadas entre los aficionados y profesionales.
De aquí la necesidad que tiene el diestro de anticiparse a las reacciones del
animal, cosa imposible de lograr sin haber descubierto antes lo que el toro es;
es decir: sin haber logrado comprender su comportamiento.
Comprender al toro no es mirarlo,
recorrerlo con la vista, ver lo que cualquiera puede; comprender es buscar en
él lo que no puede verse con los ojos. Desde que sale al ruedo, el toro –como
todo lo que puebla la realidad– está enviando mensajes, dando pistas,
presentando indicios de lo que lleva en su interior. Para entenderlo, el torero
tiene que formularle “preguntas”; preguntas que sólo adquieren sentido cuando
las consideramos como un medio de conocer sus “respuestas” dentro de ese
diálogo inefable que se establece entre el hombre y la res. Esa “conversación”
mantenida por torero y toro es lo que se conoce como lidia.
Si
concedemos al infinitivo “hablar” el significado de “manifestar”, el toro, con
su comportamiento, está hablando al torero. El torero con el suyo también le
“habla” al toro; pero, además, contando con sus experiencias anteriores con
otros toros, que le permiten extraer conclusiones de lo que tienen en común
éstos y el toro concreto que tiene delante, el torero habla consigo mismo,
conversa consigo mismo, se comunica consigo mismo; esto es: piensa.
Y lo hace buscando descubrir los misterios de
ese toro que está toreando. Y cuando comprueba por las respuestas de éste que
el comportamiento de la realidad obedece a los planteamientos y supuestos que
su mente ha elaborado, llega al convencimiento de que ha logrado entender al
toro; que le ha hecho las preguntas correctas. Es entonces cuando el hombre
siente haberse abierto un camino que le permite orientarse en el caos que el
toro impone.
El
conocimiento, con su esfuerzo, ha logrado extraer de dicho caos un esquema de
orden, una estructura interrelacionada, un cosmos. Tal experiencia, además de
la seguridad que le otorga dicho entendimiento –que le facilita imponerse a su
instinto de conservación–, le lleva a disfrutar de ese gozo intelectual, íntimo
y exclusivo, que estremece las entrañas del hombre cuando cae en la revelación
de haber hallado la forma de desentrañar el enigma que quería resolver.
Obtenida la llave del conocimiento, su
voluntad podrá imponerse al toro y dictar el argumento de su obra, para que de
ella mane la belleza, el sentimiento artístico, la inspiración sublime.
Desde la distancia, el público también se
hace receptor del conocimiento que toro y torero le están brindando desde el
ruedo. Fundamentalmente, el que le envía el torero, pues, así como los medios
de comunicación constituyen la mirada a través de la cual vemos actualmente el
mundo, el público ve la corrida y el toro a través del torero. El torero es el
elemento que permite al espectador ver lo que no tiene al alcance de los ojos;
esa realidad oculta de las cosas que sólo se revela al conocimiento.
No perdamos de vista que el público de
toros no se ha encontrado con la corrida por casualidad y está allí por haber
cedido a su curiosidad. El público de toros ha tenido que dejar de hacer lo que
estaba haciendo para dirigirse a la plaza, pagar con su dinero el valor de la
entrada, ocupar su asiento y dedicarle las horas que dure la corrida a
contemplar lo que ocurra en la arena; es decir: el público que se sienta en la
plaza siente una predisposición por el toreo.
Esa
predisposición, sublimada por la experiencia acumulada –sea mucha, media o
poca–, le lleva a sentir respeto hacia el toro –a veces, también
sobrecogimiento– y una empatía hacia el torero, que le hace cómplice del mismo;
esto es: que le lleva a alinearse con el hombre que está en peligro.
Advirtamos, no obstante, que también existen algunos grupos de “entendidos”,
los cuales gustan de señalarse adoptando una insufrible y dogmática actitud
crítica y detractora hacia los toreros, que se sitúa en los antípodas de la complicidad.
Sin embargo, lo habitual es que el
aficionado acuda a la plaza cargado de ilusiones y, dentro de sus gustos
particulares, con la mente limpia de prejuicios esperando alcanzar junto a la
experiencia estética ese placer intelectual que experimenta cuando cree
entender lo que hace el torero, cuando cree haber dado con las claves de por
qué el diestro ha elegido ese terreno y no otro para hacer su faena; por qué
lleva la muleta a media altura y no baja la mano, o por qué cita a una
distancia y no a otra a la hora de iniciar las tandas.
Cuando
su experiencia le permite extraer lo común de lo diverso; esto es: comprender,
y lo aplica en cada caso para prever lo que el torero hará o adelantarse a lo
que tendría que realizar; cuando es capaz de anticiparse a la acción y
comprueba que el torero, como si le hubiese “escuchado”, se dispone a hacer lo
mismo que él había vaticinado, el gozo intelectual llega incluso a llenarle de
jubilosa vanidad. Lo mismo le ocurre cuando ve que el torero, por no seguir las
indicaciones que él se dice a sí mismo, se equivoca y no logra comprender al
toro ni sacar de él lo que podría haber conseguido de actuar de manera
correcta.
También
existe otro tipo de gozo intelectual cuando el torero no hace lo que él cree
debe de hacer y acierta. Entonces, en la mente del espectador se produce la
sorpresa que acompaña a todo descubrimiento inesperado: ha visto que las cosas
podían hacerse de manera distinta a como él pensaba y, de nuevo, ha ganado con
ello conocimiento: una experiencia más que archivar en su memoria para aplicar
en ocasiones venideras. En todos estos casos –en los dos primeros por
ratificación y en el último por ampliación–, su conocimiento taurino se ha
enriquecido y el gozo intelectual ha sobrevenido.
Alcanzar este tipo de gozos requiere
comprender también al toro, asunto que al contemplador suele costarle más
trabajo. Una cosa es asomarse al alma del torero por la ventana abierta que
éste le deja en esa transformación que convierte los gestos en actitudes –no en
vano un dicho taurino afirma que “no hay nada más transparente que el traje de
luces”– y otra muy distinta ser capaz de “adivinar” lo que el toro encierra.
Salvo los profesionales del toreo –y no todos–, cuya experiencia con los
astados les dota de una sabiduría de la que carecen quienes sólo han visto las
reses desde el tendido, son escasos los espectadores que saben ver el toro. En
cualquier caso, esa visión les llega siempre a través del torero. Es éste quien
resuelve el problema del toro y deja al público en condiciones de analizar lo
que ve. De hecho, cuando hace las cosas bien y es su voluntad la única que
proyecta, manda y realiza, logra que las miles de almas que contemplan su obra
unifiquen criterios. Por el contrario, cuando no está como debe, la plaza se
dispersa en una diversidad de actitudes, opiniones y pareceres, como
diseminados por falta de una fuerza atractiva que los unifique. Y no es raro
que, de darse esta última situación, el tendido acuse al torero de “no haber
dejado ver el toro”.
Es lo contrario de lo que hace el buen
torero, que descifra al toro para que el público lo vea. No obstante, este
desciframiento obedece a la idea que el torero busca plasmar con el toro. Habrá
diestros que querrán poner de manifiesto las características del astado,
resaltando sus defectos, que ellos habrán corregido valiéndose de su técnica;
habrá otros, como José Tomás, que comunicará su peligro potencial con más
intensidad que el resto así como el asombro de lograr faena con reses tachadas
de imposibles; otros, como Morante de la Puebla, extraerán del toro su nobleza
y su clase para dejar perfumado su toreo con el arte más bello…
Esta circunstancia de que el toro sea
visto a través del torero, me da pie a formular una pregunta que puede abrirnos
el camino a un nuevo conocimiento con su correspondiente gozo intelectual. Hela
aquí: Supongamos que hemos visto un toro a través de un torero. Si lo toreara
otro torero, ¿sería el toro que éste nos muestra el mismo que nos había
mostrado el torero anterior? Dicho de otro modo: ¿podemos estar totalmente
seguros de que no existe otro toro distinto oculto dentro del que se nos
muestra, esperando al diestro que lo saque a la luz?
La pregunta es prácticamente imposible de
responderse en la arena. El toro sólo se torea una vez y, por lo tanto,
únicamente se las ve con un solo torero, ya que los peones no cuentan para el
caso, pues su forma de torear es otra –hacen otro tipo de “preguntas” al toro–
y otra la respuesta del animal. Sólo cuando los matadores intervienen en el
tercio de quites podemos ver al mismo toro toreado por más de un torero, pero
aquello dura muy poco, ya que nunca sobrepasan los cuatro lances los que pega
el torero “invitado”. Aun así, ha habido ocasiones en que hemos percibido cómo el
toro ha respondido de manera diferente al distinto trato que le han dado los
diestros que se le han puesto delante. Tal hecho nos inclinaría a contestar
negativamente a las preguntas formuladas. Partidario de esta tesis se mostraba
Antonio Ordóñez cuando afirmaba: “Cada toro tiene, no una, sino mil lidias”. No
obstante, procedamos a analizar la cuestión desde un plano teórico.
Si consideramos los dos extremos de la
relación que puede establecerse entre ambos protagonistas, en uno tendríamos un
toro absolutamente independiente del torero que tuviera delante (Siempre sería
el mismo toro lo toreara quien lo torease) y en el otro, un toro totalmente
dependiente del torero que se le enfrentara (Un toro sin nada propio, que
actuaría en cualquier caso totalmente en función del hombre que lo lidiase). En
mi opinión, ninguno de estos casos parece creíble. El último, no me lo parece
porque el toro es el logro de una herencia genética. Mucho de sus caracteres
para la lidia son fruto de la selección que los ganaderos han venido efectuando
sobre sus ascendientes y, por tanto, independientes del hombre al que vaya a
enfrentarse. Esto dota al toro de un temperamento propio, que, después podrá
verse influido por los avatares de la plaza, pero que le confiere un soporte
básico que es suyo y sólo suyo. En cuanto al primero, sería aceptar que el toro
no sufre la menor influencia en la interacción que mantiene con el hombre
durante la lidia; es más: como si esa interacción, esa acción mutua entre
hombre y animal, no fuera tal y existiera sólo en un sentido: el del toro hacia
el hombre y no al revés.
Lo lógico sería suponer una situación
intermedia, en la que esa interacción se dé en ambos sentidos, de tal modo que,
igual que el torero queda influido de alguna forma por el toro, éste quede
condicionado por el torero. Esto parece totalmente razonable, pero, ¿motivaría
dicho condicionamiento que de un mismo animal pudieran dos toreros mostrarnos
dos toros distintos? La pregunta, como vemos, sigue en pie.
Tratando de responderla, propongo el
siguiente ejercicio de imaginación. Identifiquemos la lidia con un experimento
que sirviera al público para poner de manifiesto algunos efectos particulares
de las características objetivas del toro que se lidia. El sistema que configura
el experimento está compuesto por dos elementos: toro y torero. Imaginemos que
el torero juega en él el papel de instrumento de medida y que el toro es la
parte del sistema del que se quieren extraer las mediciones. Apelando a la
disciplina que ha estudiado más profundamente la esencia de todo proceso de
medida, aunque esté tan alejada del toreo como es la Mecánica Cuántica,
tomaremos de ella uno de sus postulados para que nos arroje luz sobre la
cuestión planteada. Éste dice: en todo proceso de medida, el instrumento de
medición interfiere con el sistema sujeto a observación y es una parte del
mismo sistema. Si traducimos esto al mundo del toreo –donde el “proceso de
medida” viene a ser la lidia–, el postulado nos afirma que el resultado de la
“medición” –esto es: el toro que se nos muestra– viene influido por la
interferencia del aparato medidor, que es el propio torero. O sea: el toro que
ve el público depende del torero que tenga delante.
Expliquémoslo más claramente sin salirnos
de la disciplina elegida. Para la física cuántica, dentro de cada animal
coexistiría una colección de toros virtuales compatibles con él, que se
superponen en perfecta armonía mientras que no salen a la plaza; mientras que
no sufren interferencia alguna. Ahora bien, en cuanto el toro entra en la
lidia; esto es: en cuanto comienza el proceso de medida –en cuanto el toro
comienza a interaccionar con el torero–, todos los toros virtuales y posibles,
excepto uno, desaparecen, mientras que ese uno se materializa como toro real.
¿Y cuál de ellos es el que se materializa? En principio, puede ser cualquiera
de los virtuales. Sin embargo, el que se haga real dependerá del propio
instrumento de medida; es decir: del torero que lo esté lidiando. Desde esta
perspectiva, el toro que el torero nos permite ver desde el tendido es tan sólo
uno de los posibles que la res de lidia a la que se enfrenta encierra. Así, si
cambiáramos de torero –de instrumento de medida– el resultado de la lidia –del
proceso de medición; de la interacción entre toro y torero– podría
perfectamente materializar como real, dentro de los posibles, a un toro
distinto al del caso anterior.
Finalizado este estimulante y curioso
paseo –no por ello menos interesante– por los caminos de la especulación,
estimo que lo único que tiene sentido real es el toro que nos muestra el torero
que lo lidia, y lo creo porque es el único que podemos observar. Plantearse si
existen otros toros ocultos que otros toreros pudieran poner de manifiesto
carece de sentido. También en esto podría servirnos la física cuántica, para la
que hablar del estado de una partícula cuando nadie la está observando carece de
significación. Para definir dicho estado, hay que medirlo.
Para definir al toro en la plaza, hay que
torearlo. No hay otra. Es lo mismo que cuando se plantea si de lidiarse el toro
un día distinto o en otras circunstancias tendría un comportamiento diferente.
Hay ganaderos que sostienen esto, y lo creen basándose en distintas
experiencias; entre ellas la de los tentaderos. Veamos este ejemplo real: doce
becerras de la misma familia se tientan en lotes de seis dos días distintos.
Las primeras se prueban una tormentosa tarde
azotada por el viento de levante. Se muestran nerviosas y ariscas desde el
momento de encerrarlas. Luego, casi todas dan mal juego y de las seis se
aprueba una. A la semana siguiente, un día sereno y soleado, se tientan las
otras seis. El resultado es magnífico y de las seis se aprueban cinco.
¿Casualidad? ¿Influencia del tiempo, como de otras muchas circunstancias, en la
conducta de las reses? Seguramente, lo más probable es que su comportamiento
obedezca a esto último, pero, ¿de qué nos sirve?...
Los
toros reseñados para lidiarse, por ejemplo, en Huelva, el día 3 de agosto de
2015, a las ocho de la tarde, serán lo que ese día sean; es decir: serán
enjuiciados y valorados según el juego que den. Lo que pudieran haber hecho en
otra fecha, o en otro lugar, o con otro torero, o con otra meteorología, etc.,
no logra trascender la mera suposición y en nada va a cambiar la historia.
No
obstante, reconozcamos que contemplar estas posibilidades, tratar de ubicarlas
dentro de la realidad, indagar en los enigmas del toro, también nos ha
producido cierto gozo intelectual.
Así de fructífero y apasionante es el
toreo.
Lo cierto es que las especulaciones nos
han alejado de la plaza. En ella, la comunicabilidad del toreo dejó a los
espectadores oscilando entre el entusiasmo y la angustia por lo que acontecía
en el ruedo, gozando intelectualmente del conocimiento adquirido o demostrado y
sintiéndose penetrar hasta el fondo de sus sentimientos por la conmoción que
les producía la belleza y esa experiencia estética que el toreo les ha hecho
vivir. Entre tantas emociones, entre tanta inteligencia, tantos matices y tanta
sensibilidad, no queda resquicio para sadismos, torturas y deseos de maltrato.
El público de toros busca en la corrida otros valores culturales. Y a quien no
me crea, lo emplazo a que vaya a la plaza y vea una corrida. Allí comprobará la
veracidad de mis afirmaciones.
Como no soy olvidadizo, sé que nos queda
por tratar de la memoria. Ello será en el próximo artículo.
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