viernes, 25 de septiembre de 2015

TOROS Y TAUROMAQUIA: UN DESTINO COMÚN

Por Santi Ortiz
"El destino del toro de lidia va indisolublemente ligado a la suerte que corra la Tauromaquia. Todo lo que se diga en contra de esta aseveración son ganas de negar la evidencia buscando soslayar una de las contradicciones más incómodas con que tienen que vérselas los abolicionistas del toreo: poner al toro que dicen defender en peligro de extinción"
De lidia son y a la lidia van. Quitar la lidia es quitarles la vida; más aún: la razón de su existencia. Eso que el animalismo pretende ignorar o negar y la casta censora de Podemos no quiere ver, es radicalmente así.
El destino del toro de lidia va indisolublemente ligado a la suerte que corra la Tauromaquia. Todo lo que se diga en contra de esta aseveración son ganas de negar la evidencia buscando soslayar una de las contradicciones más incómodas con que tienen que vérselas los abolicionistas del toreo: poner al toro que dicen defender en peligro de extinción.

     La Tauromaquia no mata al toro, le da vida. Es verdad que sacrifica a un cinco por ciento de individuos en la plaza –un 5,86% en 2013, para ser más exactos–, pero mantiene vivos, pastando, corriendo, jugando, peleándose y criando, en régimen extensivo, por la inmensa marisma o el paradisiaco hábitat de la dehesa al 95% –94,14%, en 2013– de individuos restantes.
Díganme qué especie, raza o variedad, silvestre o salvaje, paga una cuota tan baja por tener garantizada su supervivencia como la tiene la raza de lidia.

Tan ligada va la suerte del toro con la de la Tauromaquia, que las fluctuaciones sufridas por ésta en cuanto al número de espectáculos taurinos se refieren, repercuten inmediatamente en la cabaña brava. Dejemos que sean las cifras las que expongan sus argumentos. Si comparamos los festejos celebrados en el 2009 con los que se llevaron a cabo en 2013, vemos que este último año arroja un saldo negativo de 826 festejos menos.
El agravamiento de la crisis económica en ese periodo de tiempo, además de otros factores que no vienen  al caso exponer para lo que estamos tratando, justifican tan drástica disminución.
Ahora bien, si no existiera correlación alguna entre la Tauromaquia y la magnitud de la cabaña brava, esperaríamos que al haber menos corridas y lidiarse menos reses, morirían menos y quedarían más cabezas de ganado en el campo. Sin embargo, nada más lejos de la realidad.
Mientras que en 2009, la cabaña brava española se cifraba en 275.000 ejemplares, en 2013 sólo era de 197.042 cabezas.
Dicho de otro modo: la pérdida de 826 festejos, que a razón de seis astados por festejo, arroja un cómputo de 4.956 reses menos lidiadas, ha traído como consecuencia la pérdida de 275.000 – 197.042 = 77.958 reses.
¡Cerca de ochenta mil cabezas menos en el campo!

Si extrapolamos estos resultados y los llevamos al extremo de que, por haberse prohibido la Tauromaquia, como pretende Podemos, los ecologistas antiecológicos y la beatería animalista, no se celebrara corrida alguna en España, ¿qué le ocurriría al toro de lidia? ¿Desaparecería? Tal vez no, pero, en el mejor de los casos, la merma que la cabaña brava sufriría podría calificarse objetivamente de catástrofe ecológica.
La catástrofe ecológica más destructiva que habría sufrido la fauna de este país. Sépase que la de lidia es una de las razas bovinas más antiguas del mundo, caracterizada por una enorme diversidad genética, que se distribuye por encastes y ganaderías, y pionera en la implantación de criterios complejos de selección. Téngase en cuenta que cuando Mendel, en 1865, comienza a observar que los organismos heredan caracteres de manera diferenciada, ya llevaban los ganaderos de bravo más de setenta años practicando con el toro de lidia su selección cultural en busca del toro idóneo para la lidia.

Mucha de esta diversidad genética y de los logros de este proceso de selección, se perderían arrastrados por la inversión que provocaría la desaparición de la Tauromaquia.
Y hablo de inversión porque, de privar al toro de su singular destino principal: la lidia, sólo sobrevivirían los que hoy se matan y desaparecerían lo que actualmente viven.
Y esto en un caso más ideal que hipotético, pues estaríamos hablando de conservar unas 9.852 reses, número absolutamente desproporcionado en relación con el que pudiéramos ver en cualquier ganadería de bravo, pero insignificante con el de animales que desaparecerían.
Nada menos que 187.190 cabezas.

Asegurar que, una vez eliminada la lidia, el mantenimiento de casi diez mil reses no se sostendría en la práctica procede de la experiencia, a la que, en contra de lo que vienen haciendo los abolicionistas llevados por su odio al toreo, jamás debemos volverle la espalda. Las complicaciones del manejo del ganado bravo en el campo, la especialización del personal destinado a esta tarea y el costo de su mantenimiento, lo harían prácticamente inviable. Y además, ¿para qué?... Para tenerlos como una reserva destinada a visitas turísticas y, sobre todo, para lavar las conciencias de quienes han provocado semejante matanza.

Sé que alguno –excluidos vegetarianos y veganos– estará pensando en que el toro puede seguir sobreviviendo sin la Tauromaquia utilizándose para su destino secundario: la producción de carne, ya que los animales lidiados en la actualidad se venden para el abasto cárnico, así como las eralas sacrificadas en el matadero. Y es cierto que la carne de bravo es un producto excelente desde el punto de vista gastronómico.
Sin embargo, la crudeza de los hechos señala una vez más lo inviable de tal opción. Los gastos de su mantenimiento, lo delicado y peligroso de su manejo –el toro no es ya un animal arisco, sino bravo con toda la belicosidad que ello supone– y la especialización, como hemos señalado antes, que dicho manejo exige, unido al bajo rendimiento cárnico de las reses de lidia en comparación con otras razas bovinas como la charolesa, la limusina, la retinta o la avileña, de mucha mayor actitud cárnica y docilidad y, por ello, de más exiguo coste, impondría sus leyes comerciales arrojando en poco tiempo a la raza de lidia a la misma categoría en que actualmente figuran en España la pasiega, la tudanca, la betizu, la caldelá, la alistana-sanabresa, la casina, la bruna de los Pirineos, la marismeña, la vianesa, la terreña, la zamorana, la monchina, la serrana de Teruel, la albera o la cárdena andaluza, entre otras razas autóctonas: todas ellas catalogadas como “en peligro de extinción”.




No tengan dudas: prohibir la Tauromaquia equivale a eliminar el toro de lidia, lo cual –dejando a un lado los importantes aspectos culturales que conlleva y que abordaremos en otro artículo– desde el punto de vista estrictamente biológico es una aberración, un atentado contra la biodiversidad –que lucha por la preservación de especies y razas, no por cada individuo de las mismas– y una pérdida irreparable; mucho más que la que pueda resultar de sacrificar en la plaza a un 5% de individuos, para que el resto continúe viviendo en inmejorables condiciones conforme a su propia naturaleza.

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