Por Santi Ortiz
"El
destino del toro de lidia va indisolublemente ligado a la suerte que corra la
Tauromaquia. Todo lo que se diga en contra de esta aseveración son ganas de
negar la evidencia buscando soslayar una de las contradicciones más incómodas
con que tienen que vérselas los abolicionistas del toreo: poner al toro que
dicen defender en peligro de extinción"
De
lidia son y a la lidia van. Quitar la lidia es quitarles la vida; más
aún: la razón de su existencia. Eso que
el animalismo pretende ignorar o negar y la casta censora de Podemos no quiere
ver, es radicalmente así.
El destino del toro de lidia va
indisolublemente ligado a la suerte que corra la Tauromaquia. Todo lo que se
diga en contra de esta aseveración son ganas de negar la evidencia buscando
soslayar una de las contradicciones más incómodas con que tienen que vérselas
los abolicionistas del toreo: poner al toro que dicen defender en peligro de
extinción.
La
Tauromaquia no mata al toro, le da vida. Es verdad que sacrifica a un cinco
por ciento de individuos en la plaza –un 5,86% en 2013, para ser más exactos–,
pero mantiene vivos, pastando, corriendo, jugando, peleándose y criando, en
régimen extensivo, por la inmensa marisma o el paradisiaco hábitat de la dehesa
al 95% –94,14%, en 2013– de individuos restantes.
Díganme
qué especie, raza o variedad, silvestre o salvaje, paga una cuota tan baja por
tener garantizada su supervivencia como la tiene la raza de lidia.
Tan ligada va la suerte del
toro con la de la Tauromaquia, que las fluctuaciones sufridas por ésta en
cuanto al número de espectáculos taurinos se refieren, repercuten
inmediatamente en la cabaña brava. Dejemos que sean las cifras las que expongan
sus argumentos. Si comparamos los festejos celebrados en el 2009 con los que se
llevaron a cabo en 2013, vemos que este último año arroja un saldo negativo de
826 festejos menos.
El agravamiento de la crisis
económica en ese periodo de tiempo, además de otros factores que no vienen al caso exponer para lo que estamos tratando,
justifican tan drástica disminución.
Ahora bien, si no existiera
correlación alguna entre la Tauromaquia y la magnitud de la cabaña brava,
esperaríamos que al haber menos corridas y lidiarse menos reses, morirían menos
y quedarían más cabezas de ganado en el campo. Sin embargo, nada más lejos de
la realidad.
Mientras
que en 2009, la cabaña brava española se cifraba en 275.000 ejemplares, en 2013
sólo era de 197.042 cabezas.
Dicho de otro modo: la pérdida
de 826 festejos, que a razón de seis astados por festejo, arroja un cómputo de
4.956 reses menos lidiadas, ha traído como consecuencia la pérdida de 275.000 –
197.042 = 77.958 reses.
¡Cerca de ochenta mil cabezas
menos en el campo!
Si extrapolamos estos
resultados y los llevamos al extremo
de que, por haberse prohibido la
Tauromaquia, como pretende Podemos, los ecologistas antiecológicos y la
beatería animalista, no se celebrara corrida alguna en España, ¿qué le ocurriría al toro de lidia?
¿Desaparecería? Tal vez no, pero, en el mejor de los casos, la merma que la
cabaña brava sufriría podría calificarse objetivamente de catástrofe ecológica.
La catástrofe ecológica más
destructiva que habría sufrido la fauna de este país. Sépase que la de lidia es
una de las razas bovinas más antiguas del mundo, caracterizada por una enorme
diversidad genética, que se distribuye por encastes y ganaderías, y pionera en
la implantación de criterios complejos de selección. Téngase en cuenta que
cuando Mendel, en 1865, comienza a observar que los organismos heredan
caracteres de manera diferenciada, ya llevaban los ganaderos de bravo más de
setenta años practicando con el toro de lidia su selección cultural en busca
del toro idóneo para la lidia.
Mucha de esta diversidad
genética y de los logros de este proceso de selección, se perderían arrastrados
por la inversión que provocaría la desaparición de la Tauromaquia.
Y hablo de inversión porque, de
privar al toro de su singular destino principal: la lidia, sólo sobrevivirían
los que hoy se matan y desaparecerían lo que actualmente viven.
Y esto en un caso más ideal que
hipotético, pues estaríamos hablando de conservar unas 9.852 reses, número
absolutamente desproporcionado en relación con el que pudiéramos ver en
cualquier ganadería de bravo, pero insignificante con el de animales que desaparecerían.
Nada menos que 187.190 cabezas.
Asegurar que, una vez eliminada la lidia, el
mantenimiento de casi diez mil reses no se sostendría en la práctica procede de
la experiencia, a la que, en contra de lo que vienen haciendo los
abolicionistas llevados por su odio al toreo, jamás debemos volverle la espalda. Las complicaciones del manejo
del ganado bravo en el campo, la especialización del personal destinado a esta
tarea y el costo de su mantenimiento, lo harían prácticamente inviable. Y además, ¿para qué?... Para tenerlos como
una reserva destinada a visitas turísticas y, sobre todo, para lavar las
conciencias de quienes han provocado semejante matanza.
Sé que alguno –excluidos
vegetarianos y veganos– estará pensando en que el toro puede seguir
sobreviviendo sin la Tauromaquia utilizándose para su destino secundario: la
producción de carne, ya que los animales lidiados en la actualidad se venden
para el abasto cárnico, así como las eralas sacrificadas en el matadero. Y es
cierto que la carne de bravo es un producto excelente desde el punto de vista
gastronómico.
Sin embargo, la crudeza de los hechos señala una vez más lo inviable de tal
opción. Los gastos de su mantenimiento, lo delicado y peligroso de su
manejo –el toro no es ya un animal arisco, sino bravo con toda la belicosidad
que ello supone– y la especialización, como hemos señalado antes, que dicho
manejo exige, unido al bajo rendimiento cárnico de las reses de lidia en
comparación con otras razas bovinas como la charolesa, la limusina, la retinta
o la avileña, de mucha mayor actitud cárnica y docilidad y, por ello, de más
exiguo coste, impondría sus leyes comerciales arrojando en poco tiempo a la
raza de lidia a la misma categoría en que actualmente figuran en España la
pasiega, la tudanca, la betizu, la caldelá, la alistana-sanabresa, la casina,
la bruna de los Pirineos, la marismeña, la vianesa, la terreña, la zamorana, la
monchina, la serrana de Teruel, la albera o la cárdena andaluza, entre otras
razas autóctonas: todas ellas
catalogadas como “en peligro de extinción”.
No tengan dudas: prohibir la Tauromaquia equivale a eliminar
el toro de lidia, lo cual –dejando a un lado los importantes aspectos
culturales que conlleva y que abordaremos en otro artículo– desde el punto de vista estrictamente
biológico es una aberración, un atentado contra la biodiversidad –que lucha
por la preservación de especies y razas, no por cada individuo de las mismas– y una pérdida irreparable; mucho más que la
que pueda resultar de sacrificar en la plaza a un 5% de individuos, para que el
resto continúe viviendo en inmejorables condiciones conforme a su propia
naturaleza.
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