lunes, 28 de septiembre de 2015

LA COMUNICABILIDAD DEL TOREO (y III)

Por Santi Ortiz.
"El toreo muere a medida que nace. 
Se torna pasado al ritmo del presente. 
Torero y toro componen, descomponen y tornan a componer sus figuras dinámicas y armónicas sobre la piel del tiempo... 
No está concebido para la permanencia buscando fabricar un objeto artístico material y conservable, genera producciones sublimes o bellas consumidas de inmediato por la fugacidad del tiempo... 
el toreo es recibido por el espectador mientras está siendo"   

     La fuerza de la emoción que contiene el toreo real supera infinitamente la que podría proporcionarnos cualquiera de sus posibles representaciones o simulaciones. Porque, por encima de todo lo expuesto, el toreo es recibido por el espectador mientras está siendo, con lo cual hace planear sobre quien lo contempla la incertidumbre de lo que ocurrirá luego, quién sabe si la cogida, quién sabe si la muerte. 
La angustiosa conmoción que sacudió la plaza de Granada –19 de junio de 2014– viendo a José Tomás inerte y tendido boca abajo en la arena después de haber sufrido una espeluznante voltereta; los momentos terribles vividos mientras se lo llevaban como muerto a la enfermería, los ataques de ansiedad, las lipotimias que sufrieron bajo la impresión algunos de los espectadores, el nerviosismo que atenazaba la plaza ante la falta de noticias y, finalmente, el inmenso alivio que nos volvió a conmover a todos cuando José Tomás, lívido como un espectro, se abría paso por el callejón y solicitaba permiso de la presidencia para reanudar la lidia; el rugido impresionante que alzó en pie a la plaza entera, la ovación emocionada, los gritos de ¡Torero! ¡Torero! que le acogieron como en un abrazo donde la congoja, la admiración y el cariño se mezclaban inextricablemente; todo este cúmulo de sensaciones, sentimientos y emociones es irreproducible. 
O se experimenta en vivo o te quedas sin ellos por muchos vídeos que veas, por muchas fotos que te muestren, por más comentarios que escuches o crónicas que leas.


  Museo del Prado. Sala de Goya. Nos asomamos a la madrugada madrileña del 3 de mayo de 1808 en el inmortal cuadro del genial pintor. 

Contemplándolo, aún nos parece fresco el olor a pólvora. Entre los sentenciados, el horror se tapa la cara, la fe reza, la dignidad abre los brazos al encuentro de las balas que habrán de salir del pelotón de fusilamiento. 
Don Francisco de Goya –Don Paco el de los toros– pintó el óleo allá por 1814. Más de dos siglos hace, pero aún podemos recrearnos en la obra.

     Galería de la Academia de Florencia. 
El tamaño impresionante del David, de Miguel Ángel, domina la sala. 
Más de cinco metros de altura y cinco mil quinientos kilogramos de mármol blanco dan materia y testimonio del arte incomparable de uno de los más grandes genios de todas las épocas.
 La estatua, realizada en los primeros años del siglo XVI, mantiene viva la grácil anatomía del joven rey, honda al hombro, antes de enfrentarse a Goliat. 
Por un precio que oscila entre los 3,25 y los 6,5 euros, cualquiera que esté en Florencia puede verlo hoy mismo.


     Concierto de Año Nuevo, en Viena. 
Como cada 1 de enero, el público que llena la Sala Dorada del Musikverein espera con fruición que la Orquesta Filarmónica de Viena, bajo la dirección elegida para el caso, interprete la célebre Marcha Radetzky poniendo colofón al acto. 
La pieza fue compuesta en 1848 por Johann Strauss –el padre del homónimo compositor de El Danubio azul– en honor del mariscal de campo Joseph Wenzel Radetzky, pero por ella no pasa el tiempo. 
Puntual a su cita de primero de año, continúa, generación tras generación, espoleando y haciendo las delicias de todos los privilegiados que pueden asistir in situ al acto y de quienes nos damos cita, casi como en un ritual, ante la pantalla de televisión para disfrutar del concierto.

     Corre el año 1862. Los círculos literarios de París se conmocionan ante la publicación de Los Miserables, unas de las obras maestras de Víctor Hugo. 
Más de ciento cincuenta años después, la novela, con las desventuras, tribulaciones y grandeza de espíritu de Jean Valjean y demás personajes que aparecen en ella, sigue emocionando a los lectores que deciden adentrarse en sus inolvidables páginas.

     El museo, la galería, la fonoteca o la biblioteca preservan del paso del tiempo obras como las aquí consignadas. 
Ningún espacio semejante existe para conservar el toreo, paradigma de arte efímero por excelencia.
 El toreo muere a medida que nace. Se torna pasado al ritmo del presente. Torero y toro componen, descomponen y tornan a componer sus figuras dinámicas y armónicas sobre la piel del tiempo. Su discurso aparece y desaparece como palabras en el viento. No está concebido para la permanencia buscando fabricar un objeto artístico material y conservable, genera producciones sublimes o bellas consumidas de inmediato por la fugacidad del tiempo.

     Podrá objetárseme que existen las fotografías, los vídeos, donde se conservan faenas y lances memorables, pero estos no dejan de ser simulaciones donde el toreo aparece mutilado respecto a lo que es capaz de transmitir a los espectadores por la vía directa de los cinco sentidos. 
Una fotografía de un natural de Manolete enroscándose el toro a la cintura puede ser muy impactante, pero no deja de ser una imagen fija.
 Movimiento podemos encontrar en las cintas de vídeo, pero nos restringen a las dos dimensiones, cuando el toreo es tridimensional. Incluso recurriendo a la tecnología del 3D y colocándonos las gafas adecuadas para apreciarlo en relieve, careceríamos también del sentido emocional que el toreo establece con su entorno, la manifestación espiritual que dimana de su propia esencia.



     También el gozo que nos llega directamente de su realidad es irreemplazable.
 Por eso, su condición efímera confiere a su naturaleza un encanto, si se quiere romántico, que no poseen las artes perdurables. 
No olvidemos que el toreo es arte vivo, palpitante, que se comunica en el mismo instante que existe, que nace y muerte cara al público, que muestra desnuda la momentánea realidad etérea de su ser. 
En cambio, lo que puede archivarse o coleccionarse tan sólo es la imagen de lo vivo, nunca lo vivo en sí.

     El toreo, por dicha efimeridad y pese a la irreproducibilidad que hemos mencionado, además de la comunicabilidad directa de la plaza, necesita otra en diferido que prolongue su fugaz ocurrencia, que siga manteniendo su presencia cuando ya no esté.
 Esta comunicación diferida del toreo nos obliga a viajar al pasado, lo cual, aunque no es posible para el cuerpo, sí es totalmente factible para la mente.
 Para eso nos son de gran ayuda las fotos y las películas de vídeo. 
Ambas se comportan como ventanas abiertas en el tiempo, que nos permiten observar, desde el presente, ciertos rasgos de la realidad vivida en el pasado por aquellos seres que quedaron atrapados en la emulsión fotográfica o el celuloide. 
Con ellas, reconstruimos porciones del pretérito, como hacen la arqueología, la geología o la historia.

     
Ante mí –e ilustrando este artículo– tengo una de las piezas más famosas de la fotografía taurina. Se titula: “Caída al descubierto”. 
Con ella, su autor, Manuel Cervera, ganó el segundo premio de la Exposición Internacional de Londres en 1919. Está tomada –con un sol lateral que potencia el contraste entre luces y sombras– en la plaza de Toledo. Nimbada por la nube de polvo levantado, se nos muestra la escena: el toro, que antes ha herido grave o mortalmente al caballo que aparece tendido en el suelo, ha derribado al picador –que se muestra indefenso de espaldas a la res– y hace amagos de embestirle. 
Un torero –Juan Belmonte– trata de impedírselo cogiendo por el rabo al animal, mientras que, por detrás del caballo, con un vestido bordado en azabache, otro torero –Rodolfo Gaona– lo llama con la voz y mete su capote buscando llevarse el astado. El caballo tordo, sin jinete, busca alejarse del peligro, mientras que cuatro mozos –seguramente, monosabios– se la juegan a cuerpo limpio tratando de ayudar a levantar al piquero. Dos peones, más alejados, y el picador de reserva al fondo, contemplan la escena con la misma atención que el público que abarrota la plaza.
 En primer término, un empleado de la cuadra de caballos, sin perder de vista al toro, interrumpe su intento de levantar al jamelgo careto o quitarle los arreos si estuviere muerto.

     Esta es la estampa visible, pero también de ella puede extraerse conocimiento y una evidencia. Respecto a lo primero, vemos que los caballos todavía no están –como a partir de 1928– protegidos por el peto. 
Los toreros, según puede apreciarse en el picador derribado y en Belmonte, aún llevan coleta natural, no el “añadido” con castañeta de hogaño. Los capotes no tienen tanto apresto y son mucho más blandos que los de ahora. 
Tampoco se observa en el ruedo las rayas concéntricas que se pintan en la actualidad para la suerte de varas, buscando crear en el cite del picador un espacio de separación mínimo, una tierra de nadie, que el toro ha de cubrir si quiere embestir a la cabalgadura. También para eso ha de mostrar bravura: a un toro que no sea de lidia ni echándole el caballo encima lo haríamos pelear con él.
 En cuanto a la evidencia, salta de lo anteriormente expuesto: el toreo no es un arte anclado en el tiempo; el toreo ha venido evolucionando desde sus inicios tanto en la preceptiva de la lidia como en la reglamentación del espectáculo.
 No existen en él experiencias inmutables, porque sus significados cambian con el tiempo.

     Sin embargo, además de las fotos, de los vídeos, de los viejos carteles, de las vitrinas que guardan históricos vestidos de luces, de las reliquias que evocan alguna tarde trágica o triunfal, de las crónicas que narran las corridas, de las cabezas de toros disecadas, el toreo real, el vivo, el que ocurre en la plaza, tiene que tener un lugar donde depositar su legado; un lugar donde conservarse y del que poder extraerse cuando hiciera falta; un lugar que hiciese las veces de museo, de galería, de fonoteca o de biblioteca. 
Ese lugar existe como una patria atomizada, repartida por todo el orbe taurino, y lo lleva cada aficionado incluido en su ser: la memoria.

     Es en ella, donde el toreo encuentra, fundamentalmente, su prolongación: en la memoria de los aficionados y los profesionales, sean estos toreros, ganaderos, apoderados, empresarios, mozos de espada, periodistas, etc. 
La memoria brinda su territorio para que el toreo anide y lo salva de la muerte del olvido gracias a nuestra capacidad de recordar. 
La memoria nos permite viajar al pasado, atrapar los recuerdos y hacerlos viajar a su futuro trayéndolos con nosotros al presente.

     En la era de la mitología, los griegos consideraban a la Memoria madre de las Musas. 
Le concedían su veneración y su respeto, porque, cuando aún no asistía al hombre la escritura, la memoria era la depositaria de la sabiduría, el registro viviente de la historia. 
Con el toreo ocurre igual. La memoria es su registro vivo, el archivo mental de ese ayer del que la mente fue testigo. Además, es un registro que puede comunicarse, que puede compartirse, gracias a esa característica que hace única a la especie humana: el lenguaje.

     Esto último es trascendental: la memoria sin lenguaje no podría compartirse. Podríamos, sí, retener y consignar en nuestra propia memoria cualquier suceso que nos tuviera por testigo, pero sólo en la nuestra. 
No la podríamos comunicar a otras mentes.  Esto último es lo que le sucede a las demás especies animales… ¡por fortuna para el toreo! 
Imagínense lo que ocurriría si un toro toreado pudiera comunicarles a otros su experiencia y los resabios adquiridos.

     El lenguaje permite considerar a un tiempo dos –o más– episodios diferentes de la realidad, y cuando lo hace con el concurso de la memoria, que siempre involucra al pasado sea éste próximo o lejano, nos ofrece cuatro posibles variantes comunicativas, agrupadas dos a dos, según dicha comunicación se establezca entre dos mentes distintas  o de una mente consigo misma.
 En cada uno de estos casos, se dan dos variantes factibles: la comunicación de una realidad vivida en el pasado en el mismo lugar donde se está y la comunicación de una realidad vivida en el pasado en otro lugar distante. 
Ejemplo de ellas, cuando la comunicación se establece entre dos mentes distintas, podrían ser: el contarle a mi joven vecino de localidad en La Maestranza de Sevilla la inmarcesible faena de El Viti al toro de Samuel Flores en la Feria de Abril de 1966, cuando todavía él no había nacido (comunicación de una realidad ocurrida en el mismo lugar), o, aprovechando el descanso entre toro y toro, hablarle de lo protocolarios y rigurosos que eran los tentaderos en el cortijo “Juan Gómez”, cuando lo tenía en propiedad don Carlos Urquijo (comunicación de un suceso acaecido a unos veinticinco kilómetros de donde estamos hablando).

     Particularmente interesante se presenta el caso de la realidad rememorada por la propia mente cuando tal proceso le permite reconocer lo que en ese momento percibe, como una reaparición de algo que nos dejó grabada su impronta. 
Una reaparición que cierra la secuencia: aparición, desaparición, vuelta a aparecer. Dicho más claramente y centrándonos en el toreo, es lo que nos ocurre cuando vemos, por ejemplo, citar a un torero que ya nos había emocionado profundamente en otras ocasiones; un torero que habíamos dejado de ver y que ahora lo tenemos de nuevo ante nuestros ojos. 
Hay algo en su forma de colocarse, de llamar al toro, de la determinación que exhala su apostura, que nos trae a la mente esas otras situaciones emocionantes vividas con él anteriormente.
 Entonces, suele ocurrir que las imágenes rememoradas se superponen en nuestro cerebro a las del presente, como un pie que encajara en la huella antigua, consiguiendo que sintamos la misma emoción de antaño aun antes de haberse producido la actual.
 Es como si las imágenes que nos surte la memoria fueran un adelanto, una premonición, de lo que el torero va a hacer a continuación, o mejor dicho: de lo que esperamos y deseamos que el torero haga.
 En estos casos, el espectador suele mirar al ruedo con los ojos de la memoria más que con los de la cara, aun a riesgo de meter el pie en la huella equivocada; esto es: que lo que el torero realice ahora en nada se parezca a la imagen que conservamos de él provocando que el ole irreprimible que hemos exclamado prematuramente guiados por el recuerdo caiga en la incomprensión o en el ridículo.

     También puede ocurrir que lo real y lo imaginario se mezclen en nuestros recuerdos dándonos una imagen distorsionada de la realidad rememorada. 
Éste es uno de los mayores riesgos de la utilización de la memoria como archivo y rememoración: su capacidad para deformar la realidad. 
Tengamos en cuenta que memoria e imaginación se ocupan de convertir en realidad el mismo prodigio: hacer presente lo ausente. 
Sin embargo, mientras la imaginación tiende de modo natural a lo fantástico, a lo irreal, lo improbable y lo utópico; la memoria se dirige hacia una realidad anterior.
 Sería deseable, por tanto, separar lo más nítidamente posible rememoración e imaginación para que ese deseo de fidelidad al que aspira la función veritativa de la memoria no se vea amenazado por la contaminación de fantasías.
 No obstante, lograrlo es todo menos fácil, ya que cualquier forma de abuso que haga resaltar la vulnerabilidad de la memoria no hace sino poner de manifiesto el carácter enormemente problemático de la relación que vincula la ausencia de la cosa recordada y su presencia en modo de representación.

     La deformación de la realidad nos puede llevar a tomar una cosa por otra. Buscando descubrir las estructuras de este error, Platón puso en boca de Sócrates la metáfora de la tablilla de cera.
 Sostiene ésta que en nuestras almas hay una tablilla maleable de cera, más pura en unas personas, más impura en otras; mayor en unos, menor en otros; unas veces, más dura, y otras, más blanda. 
Todo aquello de que queremos acordarnos, entre lo que vimos, oímos o pensamos, lo imprimimos en la tablilla de cera como si aplicáramos sobre ella el sello de un anillo.
 Lo que quedó impreso, lo recordamos y lo sabemos en tanto su imagen permanezca ahí; pero si esta se borra o no se ha podido llegar a imprimir, lo olvidamos y no lo conocemos.

     Abundando por nuestra cuenta en la metáfora, el sello vendría a representar la cosa real y la señal que deja en la cera la huella que de ella guarda la memoria. Cosas distintas corresponden a sellos distintos, que dejan distinta huella en la cera. Pues bien, cuando nuestros recuerdos se atienen a la realidad, es como si pusiéramos el sello en la impresión que éste dejó, esto es: en la huella correcta.
 En cambio, si el sello se aplica a una impresión distinta a la que dejó, el recuerdo no corresponde a la realidad que lo engendró y la memoria nos juega una mala pasada.

     Gran trascendencia toma dicho error cuando la marca, la huella psíquica equivocada, pasa a huella escrita y de ahí a huella documental, pues entonces el error inicial se convierte en fuente de errores que se van transmitiendo hasta que alguien lo descubre como tal y consigue neutralizarlo. 
Volvamos a la foto ya comentada de Cervera, que nos sirve para ilustrar un error de este tipo.

     Ya hemos señalado la fama de la fotografía tras el premio obtenido en Londres.
 A su calidad, debe su aparición impresa en distintos libros de fotografía taurina y, hoy día, en una gran cantidad de portales y páginas de Internet, donde incluso hay secciones dedicadas a la venta de copias.
 El pie de foto o comentario que acompaña a la imagen, con una u otras palabras, siempre es el mismo: “foto tomada en la plaza de Toledo el Día del Corpus de 1918”. Confieso que, cuando la encontré para ilustrar el artículo, me chocó el dato, pues Belmonte –uno de los toreros que aparece en ella– no toreó en España ese año. Me puse a indagar, tanto para encontrar la verdadera fecha de la fotografía, como la fuente que había dado origen a error tan extendido. 
Al final, la foto resultó ser del mano a mano protagonizado en Toledo por Gaona y Belmonte, el 19 de agosto de 1915. En cuanto al punto de partida del error, hizo necesario remontarse a un artículo publicado en el semanario El Ruedo, allá por septiembre de 1946, donde, su autor, Francisco Ramos de Castro, ponía en boca del propio Cervera la fecha errónea en que tomó la instantánea. Ahí se inicia el yerro. Por algún fallo de su memoria, el sello del anillo del fotógrafo no se colocó en la marca de cera adecuada y, advertida o inadvertidamente, deformó la realidad asociando a la foto una fecha diferente a aquella en que se tomó. 
El autor del artículo de El Ruedo dio por bueno el dato sin comprobarlo, dejando su huella escrita en la revista, que fue tomada como huella documental por todos los consultantes que vinieron detrás, algunos de los cuales volvieron a reproducirla por escrito contribuyendo a propagar la equivocación.

     Sin embargo, y pese a la fragilidad que denuncian errores como éste, no tenemos nada mejor que la memoria para garantizar la ocurrencia de hechos pretéritos; en particular, los del toreo. Es el testimonio de quien atestigua haberlos conocido en persona, el que nos asegura en primera instancia que tales hechos ocurrieron. 
De ahí se dará paso a un proceso historiográfico que llevará el testimonio a los archivos, para después endurecer su criba en la confrontación con otras pruebas documentales a fin de que ratifique o no su validez.

     En todo caso, a la memoria como rememoración le caben dos opciones: ser fiel a la realidad de los hechos o no serlo. Cuando la memoria es fiel a los hechos, se convierte en venero de historia; pero, cuando se alía con la imaginación para distorsionar la realidad magnificando parte de tales hechos y silenciando o manipulando a conveniencia el resto, contribuye a engrosar la mitología. 
Tanto en un supuesto como en otro, favorece al toreo, pues de ambas cosas se alimenta.
 No olvidemos que entre mito, historia y realidad se establecen unas relaciones que conectan dos mundos disjuntos como son el mundo mítico y el real. Pues bien, en ese sentido, el toreo viene a ser un puente que nos permite transitar de uno a otro, pero eso será tema del próximo capítulo.


     Sin embargo, volviendo a la comunicabilidad del toreo para rematar el escrito, la metáfora platónica de la tablilla de cera nos permite apuntar una última observación. 
Según su discurso, cuando el sello deja su marca de manera profunda en la cera, tanto más difícil será que se borre su huella; esto es: nos dejará una impronta más honda, más difícil de olvidar. 
Volviendo al toreo, y sirviéndonos de dicha analogía, eso explica por qué ciertos toreros nos dejan impresa en la memoria una huella imborrable, que otros son incapaces de conseguir. 

Cuanto más honda es su impronta, menos efímero es el torero… ¡y el toreo!

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