Por SANTI ORTIZ.
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"Comprender al toro no es mirarlo, recorrerlo con la vista, ver lo que cualquiera puede; comprender es buscar en él lo que no puede verse con los ojos. Desde que sale al ruedo, el toro –como todo lo que puebla la realidad– está enviando mensajes, dando pistas, presentando indicios de lo que lleva en su interior. Para entenderlo, el torero tiene que formularle “preguntas”...
el buen torero descifra al toro para que el público lo vea. No obstante, este desciframiento obedece a la idea que el torero busca plasmar con el toro"
Señalábamos en el capítulo anterior que, dentro de la comunicabilidad del toreo, además de la parcela ocupada por la experiencia estética, también podíamos encontrar otra destinada a la adquisición de conocimiento; un proceso cognitivo que nos da opción a desembocar en uno de los goces más gratificantes que el ser humano puede experimentar: el goce intelectual. Un goce exclusivo de la materia culta, pues al necesitar el concurso de la inteligencia abstracta, descarta absolutamente a todas las demás especies animales.
De lo dicho, se deduce que el toro queda excluido de dicho goce, aunque ello no impida a su instinto ir cogiendo resabios durante la experiencia de la lidia al extremo de poder volverse malicioso y hasta ilidiable.
La adquisición de conocimientos compete, pues, al torero y al público solamente.
No obstante, como el mundo –el de cada cual– no deja de ser una perspectiva, el conocimiento que trata de adquirir y transmitir el torero –que está en la arena y frente al toro– y el que procura adquirir el público, situado a una segura distancia de donde se realiza la acción, ocurren en mundos distintos y están vistos desde distintas perspectivas. El torero ha de extraer conocimiento del toro, y el espectador de lo que ocurre en la arena.
Todo conocimiento nace de la ignorancia; ignorancia que no debemos confundir con el simple no saber, pues ignorar es no saber aquello que necesitamos saber.
Yo no sé cuántos rizos tiene en el testuz ese toro que corretea por el ruedo, pero no me siento ignorante por ello. No me interesa. No me planteo tal
cuestión. No me hace falta para nada saberlo. En cambio, la ignorancia que nos inicia en el camino del conocimiento nos remite siempre a una pregunta.
Y es que, aunque no todas las preguntas abren la puerta a la tarea de conocer, el conocimiento empieza siempre por preguntar. Preguntamos por aquello que nos preocupa, dicho sea en el sentido literal del término; esto es: nos pre-ocupa, porque tendremos luego que ocuparnos de ello. Preguntar es, pues, ocuparnos por anticipado de lo que vamos a hacer.
Al torero le preocupa el toro; ese toro del que, una vez ha saltado a la arena, va a tener que ocuparse. Pero no le preocupa como ente físico que está ahí, a la vista de todos, sea grande o terciado, veleto o gacho, añejado o joven, vareado o regordío, alto o bajo de agujas.
En todo caso, lo imponente de su morfología, su trapío, la agresividad que desprenda su estampa, podrá incidir haciendo más o menos mella en el ánimo torero, pero en nada afecta a la preocupación que siente el hombre que a él ha de enfrentarse por esclarecer su comportamiento.
Y esto es así porque la pregunta que inicia, en este caso, el proceso de conocimiento no va orientada a esclarecer ese toro físico que se nos ha hecho presente desde que salió del chiquero, no. Va encaminada a poner en claro lo que el toro lleva dentro, lo que permanece oculto en él, su forma de reaccionar y responder en la lidia; dicho de otro modo: su manera de comportarse en ella.
Esto es un ejemplo de cómo al hombre –también al torero– se le duplica el mundo. Al mundo inmediato de las cosas, de los entes, de lo que nos es patente, se le añade ese otro mundo oculto tras o dentro de las cosas, que nunca nos es inmediato y que requiere de nosotros el esfuerzo de buscarlo.
Esfuerzo que el hombre, con su curiosidad genérica, viene realizando desde que anda por la faz de la Tierra en palpable demostración de que no se conforma con el mundo perceptible que le rodea, sino que éste le incita a lanzarse en busca de ese mundo de esencias, ese trasmundo, que aguarda a su inteligencia, latente y oculto tras el primero.
Al fruto del esfuerzo que el hombre –o el torero– dedica a llegar hasta la comprensión del mismo a partir de la pregunta inicial que lo ha puesto en camino es a lo que suele llamarse conocimiento. No obstante, me apresuro a aclarar que el conocimiento no es un simple ejercicio de virtuosismo intelectual ni parte promovido por una curiosidad diletante e insustancial. El conocimiento no tiene la frivolidad por origen, surge siempre de una necesidad, que en el caso del torero obviaremos por evidente.
Sin embargo, sí es preciso insistir en que esa necesidad se vuelve obligación del torero de sostenerse en medio del ruedo y ante el toro. Ello le impone tener que decidir en cada instante lo que debe hacer; dicho de otro modo: lo que va a ser en el instante siguiente. Cada momento es irreemplazable y, por ello, no puede errar impunemente. La va la vida en ello, o su carrera, o su triunfo, o su confianza en sí mismo. La vida vuela y pasa sin posible retorno.
Y el toro que se va sin haber sido debidamente toreado, debidamente “comprendido”, no vuelve más, con las consecuencias que nadie sabe a prioripodrá tener sobre el prestigio o el futuro del torero, incapaz de haberlo sabido aprovechar conforme a las expectativas despertadas entre los aficionados y profesionales. De aquí la necesidad que tiene el diestro de anticiparse a las reacciones del animal, cosa imposible de lograr sin haber descubierto antes lo que el toro es; es decir: sin haber logrado comprender su comportamiento.
Comprender al toro no es mirarlo, recorrerlo con la vista, ver lo que cualquiera puede; comprender es buscar en él lo que no puede verse con los ojos. Desde que sale al ruedo, el toro –como todo lo que puebla la realidad– está enviando mensajes, dando pistas, presentando indicios de lo que lleva en su interior. Para entenderlo, el torero tiene que formularle “preguntas”; preguntas que sólo adquieren sentido cuando las consideramos como un medio de conocer sus “respuestas” dentro de ese diálogo inefable que se establece entre el hombre y la res. Esa “conversación” mantenida por torero y toro es lo que se conoce como lidia.
Si concedemos al infinitivo “hablar” el significado de “manifestar”, el toro, con su comportamiento, está hablando al torero. El torero con el suyo también le “habla” al toro; pero, además, contando con sus experiencias anteriores con otros toros, que le permiten extraer conclusiones de lo que tienen en común éstos y el toro concreto que tiene delante, el torero habla consigo mismo, conversa consigo mismo, se comunica consigo mismo; esto es: piensa.
Y lo hace buscando descubrir los misterios de ese toro que está toreando. Y cuando comprueba por las respuestas de éste que el comportamiento de la realidad obedece a los planteamientos y supuestos que su mente ha elaborado, llega al convencimiento de que ha logrado entender al toro; que le ha hecho las preguntas correctas. Es entonces cuando el hombre siente haberse abierto un camino que le permite orientarse en el caos que el toro impone.
El conocimiento, con su esfuerzo, ha logrado extraer de dicho caos un esquema de orden, una estructura interrelacionada, un cosmos. Tal experiencia, además de la seguridad que le otorga dicho entendimiento –que le facilita imponerse a su instinto de conservación–, le lleva a disfrutar de ese gozo intelectual, íntimo y exclusivo, que estremece las entrañas del hombre cuando cae en la revelación de haber hallado la forma de desentrañar el enigma que quería resolver.
Obtenida la llave del conocimiento, su voluntad podrá imponerse al toro y dictar el argumento de su obra, para que de ella mane la belleza, el sentimiento artístico, la inspiración sublime.
Desde la distancia, el público también se hace receptor del conocimiento que toro y torero le están brindando desde el ruedo. Fundamentalmente, el que le envía el torero, pues, así como los medios de comunicación constituyen la mirada a través de la cual vemos actualmente el mundo, el público ve la corrida y el toro a través del torero. El torero es el elemento que permite al espectador ver lo que no tiene al alcance de los ojos; esa realidad oculta de las cosas que sólo se revela al conocimiento.
No perdamos de vista que el público de toros no se ha encontrado con la corrida por casualidad y está allí por haber cedido a su curiosidad. El público de toros ha tenido que dejar de hacer lo que estaba haciendo para dirigirse a la plaza, pagar con su dinero el valor de la entrada, ocupar su asiento y dedicarle las horas que dure la corrida a contemplar lo que ocurra en la arena; es decir: el público que se sienta en la plaza siente una predisposición por el toreo.
Esa predisposición, sublimada por la experiencia acumulada –sea mucha, media o poca–, le lleva a sentir respeto hacia el toro –a veces, también sobrecogimiento– y una empatía hacia el torero, que le hace cómplice del mismo; esto es: que le lleva a alinearse con el hombre que está en peligro. Advirtamos, no obstante, que también existen algunos grupos de “entendidos”, los cuales gustan de señalarse adoptando una insufrible y dogmática actitud crítica y detractora hacia los toreros, que se sitúa en los antípodas de la complicidad.
Sin embargo, lo habitual es que el aficionado acuda a la plaza cargado de ilusiones y, dentro de sus gustos particulares, con la mente limpia de prejuicios esperando alcanzar junto a la experiencia estética ese placer intelectual que experimenta cuando cree entender lo que hace el torero, cuando cree haber dado con las claves de por qué el diestro ha elegido ese terreno y no otro para hacer su faena; por qué lleva la muleta a media altura y no baja la mano, o por qué cita a una distancia y no a otra a la hora de iniciar las tandas.
Cuando su experiencia le permite extraer lo común de lo diverso; esto es: comprender, y lo aplica en cada caso para prever lo que el torero hará o adelantarse a lo que tendría que realizar; cuando es capaz de anticiparse a la acción y comprueba que el torero, como si le hubiese “escuchado”, se dispone a hacer lo mismo que él había vaticinado, el gozo intelectual llega incluso a llenarle de jubilosa vanidad. Lo mismo le ocurre cuando ve que el torero, por no seguir las indicaciones que él se dice a sí mismo, se equivoca y no logra comprender al toro ni sacar de él lo que podría haber conseguido de actuar de manera correcta.
También existe otro tipo de gozo intelectual cuando el torero no hace lo que él cree debe de hacer y acierta. Entonces, en la mente del espectador se produce la sorpresa que acompaña a todo descubrimiento inesperado: ha visto que las cosas podían hacerse de manera distinta a como él pensaba y, de nuevo, ha ganado con ello conocimiento: una experiencia más que archivar en su memoria para aplicar en ocasiones venideras. En todos estos casos –en los dos primeros por ratificación y en el último por ampliación–, su conocimiento taurino se ha enriquecido y el gozo intelectual ha sobrevenido.
Alcanzar este tipo de gozos requiere comprender también al toro, asunto que al contemplador suele costarle más trabajo. Una cosa es asomarse al alma del torero por la ventana abierta que éste le deja en esa transformación que convierte los gestos en actitudes –no en vano un dicho taurino afirma que “no hay nada más transparente que el traje de luces”– y otra muy distinta ser capaz de “adivinar” lo que el toro encierra. Salvo los profesionales del toreo –y no todos–, cuya experiencia con los astados les dota de una sabiduría de la que carecen quienes sólo han visto las reses desde el tendido, son escasos los espectadores que saben ver el toro. En cualquier caso, esa visión les llega siempre a través del torero. Es éste quien resuelve el problema del toro y deja al público en condiciones de analizar lo que ve. De hecho, cuando hace las cosas bien y es su voluntad la única que proyecta, manda y realiza, logra que las miles de almas que contemplan su obra unifiquen criterios. Por el contrario, cuando no está como debe, la plaza se dispersa en una diversidad de actitudes, opiniones y pareceres, como diseminados por falta de una fuerza atractiva que los unifique. Y no es raro que, de darse esta última situación, el tendido acuse al torero de “no haber dejado ver el toro”.
Es lo contrario de lo que hace el buen torero, que descifra al toro para que el público lo vea. No obstante, este desciframiento obedece a la idea que el torero busca plasmar con el toro. Habrá diestros que querrán poner de manifiesto las características del astado, resaltando sus defectos, que ellos habrán corregido valiéndose de su técnica; habrá otros, como José Tomás, que comunicará su peligro potencial con más intensidad que el resto así como el asombro de lograr faena con reses tachadas de imposibles; otros, como Morante de la Puebla, extraerán del toro su nobleza y su clase para dejar perfumado su toreo con el arte más bello…
Esta circunstancia de que el toro sea visto a través del torero, me da pie a formular una pregunta que puede abrirnos el camino a un nuevo conocimiento con su correspondiente gozo intelectual. Hela aquí: Supongamos que hemos visto un toro a través de un torero. Si lo toreara otro torero, ¿sería el toro que éste nos muestra el mismo que nos había mostrado el torero anterior? Dicho de otro modo: ¿podemos estar totalmente seguros de que no existe otro toro distinto oculto dentro del que se nos muestra, esperando al diestro que lo saque a la luz?
La pregunta es prácticamente imposible de responderse en la arena. El toro sólo se torea una vez y, por lo tanto, únicamente se las ve con un solo torero, ya que los peones no cuentan para el caso, pues su forma de torear es otra –hacen otro tipo de “preguntas” al toro– y otra la respuesta del animal. Sólo cuando los matadores intervienen en el tercio de quites podemos ver al mismo toro toreado por más de un torero, pero aquello dura muy poco, ya que nunca sobrepasan los cuatro lances los que pega el torero “invitado”. Aun así, ha habido ocasiones en que hemos percibido cómo el toro ha respondido de manera diferente al distinto trato que le han dado los diestros que se le han puesto delante. Tal hecho nos inclinaría a contestar negativamente a las preguntas formuladas. Partidario de esta tesis se mostraba Antonio Ordóñez cuando afirmaba: “Cada toro tiene, no una, sino mil lidias”. No obstante, procedamos a analizar la cuestión desde un plano teórico.
Si consideramos los dos extremos de la relación que puede establecerse entre ambos protagonistas, en uno tendríamos un toro absolutamente independiente del torero que tuviera delante (Siempre sería el mismo toro lo toreara quien lo torease) y en el otro, un toro totalmente dependiente del torero que se le enfrentara (Un toro sin nada propio, que actuaría en cualquier caso totalmente en función del hombre que lo lidiase). En mi opinión, ninguno de estos casos parece creíble. El último, no me lo parece porque el toro es el logro de una herencia genética. Mucho de sus caracteres para la lidia son fruto de la selección que los ganaderos han venido efectuando sobre sus ascendientes y, por tanto, independientes del hombre al que vaya a enfrentarse. Esto dota al toro de un temperamento propio, que, después podrá verse influido por los avatares de la plaza, pero que le confiere un soporte básico que es suyo y sólo suyo. En cuanto al primero, sería aceptar que el toro no sufre la menor influencia en la interacción que mantiene con el hombre durante la lidia; es más: como si esa interacción, esa acción mutua entre hombre y animal, no fuera tal y existiera sólo en un sentido: el del toro hacia el hombre y no al revés.
Lo lógico sería suponer una situación intermedia, en la que esa interacción se dé en ambos sentidos, de tal modo que, igual que el torero queda influido de alguna forma por el toro, éste quede condicionado por el torero. Esto parece totalmente razonable, pero, ¿motivaría dicho condicionamiento que de un mismo animal pudieran dos toreros mostrarnos dos toros distintos? La pregunta, como vemos, sigue en pie.
Tratando de responderla, propongo el siguiente ejercicio de imaginación. Identifiquemos la lidia con un experimento que sirviera al público para poner de manifiesto algunos efectos particulares de las características objetivas del toro que se lidia. El sistema que configura el experimento está compuesto por dos elementos: toro y torero. Imaginemos que el torero juega en él el papel de instrumento de medida y que el toro es la parte del sistema del que se quieren extraer las mediciones. Apelando a la disciplina que ha estudiado más profundamente la esencia de todo proceso de medida, aunque esté tan alejada del toreo como es la Mecánica Cuántica, tomaremos de ella uno de sus postulados para que nos arroje luz sobre la cuestión planteada. Éste dice: en todo proceso de medida, el instrumento de medición interfiere con el sistema sujeto a observación y es una parte del mismo sistema. Si traducimos esto al mundo del toreo –donde el “proceso de medida” viene a ser la lidia–, el postulado nos afirma que el resultado de la “medición” –esto es: el toro que se nos muestra– viene influido por la interferencia del aparato medidor, que es el propio torero. O sea: el toro que ve el público depende del torero que tenga delante.
Expliquémoslo más claramente sin salirnos de la disciplina elegida. Para la física cuántica, dentro de cada animal coexistiría una colección de toros virtuales compatibles con él, que se superponen en perfecta armonía mientras que no salen a la plaza; mientras que no sufren interferencia alguna. Ahora bien, en cuanto el toro entra en la lidia; esto es: en cuanto comienza el proceso de medida –en cuanto el toro comienza a interaccionar con el torero–, todos los toros virtuales y posibles, excepto uno, desaparecen, mientras que ese uno se materializa como toro real. ¿Y cuál de ellos es el que se materializa? En principio, puede ser cualquiera de los virtuales. Sin embargo, el que se haga real dependerá del propio instrumento de medida; es decir: del torero que lo esté lidiando. Desde esta perspectiva, el toro que el torero nos permite ver desde el tendido es tan sólo uno de los posibles que la res de lidia a la que se enfrenta encierra. Así, si cambiáramos de torero –de instrumento de medida– el resultado de la lidia –del proceso de medición; de la interacción entre toro y torero– podría perfectamente materializar como real, dentro de los posibles, a un toro distinto al del caso anterior.
Finalizado este estimulante y curioso paseo –no por ello menos interesante– por los caminos de la especulación, estimo que lo único que tiene sentido real es el toro que nos muestra el torero que lo lidia, y lo creo porque es el único que podemos observar. Plantearse si existen otros toros ocultos que otros toreros pudieran poner de manifiesto carece de sentido. También en esto podría servirnos la física cuántica, para la que hablar del estado de una partícula cuando nadie la está observando carece de significación. Para definir dicho estado, hay que medirlo.
Para definir al toro en la plaza, hay que torearlo. No hay otra. Es lo mismo que cuando se plantea si de lidiarse el toro un día distinto o en otras circunstancias tendría un comportamiento diferente. Hay ganaderos que sostienen esto, y lo creen basándose en distintas experiencias; entre ellas la de los tentaderos. Veamos este ejemplo real: doce becerras de la misma familia se tientan en lotes de seis dos días distintos.
Las primeras se prueban una tormentosa tarde azotada por el viento de levante. Se muestran nerviosas y ariscas desde el momento de encerrarlas. Luego, casi todas dan mal juego y de las seis se aprueba una. A la semana siguiente, un día sereno y soleado, se tientan las otras seis. El resultado es magnífico y de las seis se aprueban cinco. ¿Casualidad? ¿Influencia del tiempo, como de otras muchas circunstancias, en la conducta de las reses? Seguramente, lo más probable es que su comportamiento obedezca a esto último, pero, ¿de qué nos sirve?...
Los toros reseñados para lidiarse, por ejemplo, en Huelva, el día 3 de agosto de 2015, a las ocho de la tarde, serán lo que ese día sean; es decir: serán enjuiciados y valorados según el juego que den. Lo que pudieran haber hecho en otra fecha, o en otro lugar, o con otro torero, o con otra meteorología, etc., no logra trascender la mera suposición y en nada va a cambiar la historia.
No obstante, reconozcamos que contemplar estas posibilidades, tratar de ubicarlas dentro de la realidad, indagar en los enigmas del toro, también nos ha producido cierto gozo intelectual.
Así de fructífero y apasionante es el toreo.
Lo cierto es que las especulaciones nos han alejado de la plaza. En ella, la comunicabilidad del toreo dejó a los espectadores oscilando entre el entusiasmo y la angustia por lo que acontecía en el ruedo, gozando intelectualmente del conocimiento adquirido o demostrado y sintiéndose penetrar hasta el fondo de sus sentimientos por la conmoción que les producía la belleza y esa experiencia estética que el toreo les ha hecho vivir. Entre tantas emociones, entre tanta inteligencia, tantos matices y tanta sensibilidad, no queda resquicio para sadismos, torturas y deseos de maltrato. El público de toros busca en la corrida otros valores culturales. Y a quien no me crea, lo emplazo a que vaya a la plaza y vea una corrida. Allí comprobará la veracidad de mis afirmaciones.
Como no soy olvidadizo, sé que nos queda por tratar de la memoria. Ello será en el próximo artículo.
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