Por Santi Ortíz.
Sabiduría cocida a fuego lento,
sin voces ni aspavientos, despaciosa, tranquila, sosegada como ha de ser el
manejo del toro por los campos. Mirada pastueña, noble, clara. Palabra
columpiada más que dicha, remansada con acentos huelvanos. Soles y vientos perfilando
su cara, llevando grabadas en las arrugas de su entendimiento el estudio y la
preocupación navegadas por un cauce de años, donde la dedicación se torna amor
al toro, a la ganadería y a la herencia humanista, señorial y humilde que le
legó su padre, don Celestino Cuadri.
Su sencillez le viene de
mirarse en el espejo insondable de la Naturaleza, en el inabarcable universo de
enigmas que las reses de lidia esconden en su seno para retar a toda
inteligencia que se dé por entero a su esclarecimiento. Sabe, porque lo ha
vivido, que a la tormenta alegre del triunfo, le sigue la calma displicente del
fracaso. Es consciente de la inmensa envergadura de la obra creativa que supone
ser ganadero de lidia.
Se siente depositario de
secretos antiguos, de un arte que ya realizaba cruces y selecciones mucho antes
de que naciera la palabra “genética” o de que Mendel supiera de guisantes. Ahí
le crece el legítimo orgullo. Pero ante sí ve alzarse a la Naturaleza echándole
un pulso a sus conocimientos, airada como una diosa a la que el hombre ha osado
violentar sus principios, construyendo, creando, una bravura que, de no
sostenerla con afición y esfuerzo, se iría diluyendo con el paso del tiempo,
abducida por los designios de la selección natural.
De esta lucha imposible nace su
humildad, mas también la grandeza de llevar más de sesenta años marcando con el
hierro familiar un guerrero, un especialista, al que ha dotado de casta y de
bravura su selección cultural.
La noche del pasado viernes, en
los locales de la peña portuense “El Rabo”, tuve la fortuna de escuchar a Fernando Cuadri impartiendo una
auténtica lección magistral. Más de dos horas, sin papeles delante, duró su
exposición sobre su concepto de la ganadería y los secretos del manejo y cría
del toro bravo. Dos horas durante las cuales la serena profundidad de su
sabiduría nos hechizó a todos los presentes y a mí me hizo sentir orgullo por
tener su amistad. Su verbo preferido es “comprender”; esto es: extraer lo común
entre lo diverso, como cuando transporta los experimentos de su cría de
canarios –de resultados mucho más breves en el tiempo– a la selección del toro
bravo.
Penetrado por su disertación,
me acordé de su padre Celestino (q.e.p.d.), ganadero señor y señor ganadero, y
pensé en el hijo que ya comienza a llevar las riendas primerizas de ese mundo
mágico y apasionante –difícil y agradecido, como el toro que cría–que es la
ganadería brava.
A ambos les deseo que sigan
conservando, viva y ardiente, la llama de afición que hasta ahora ha
enseñoreado los pastos y los aires de “Comeuñas”
y la “Pelá”, y a sus toros –salgan
buenos o malos– que no traicionen nunca
la casta, la bravura y la nobleza que el ganadero exige de ellos en
contraprestación del respeto y de la libertad con que el apellido Cuadri
siempre los ha tratado.
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