"Defensora
del toro de lidia, de la ecología y de una manera humanista de concebir el
mundo, la cultura taurina debería ser defendida por quienes la atacan al tiempo
que se posicionan en contra del pensamiento único de la globalización.
Estar a la vez en contra del toreo y a favor
de la biodiversidad cultural de los pueblos, es caer en flagrante
contradicción"
Habíamos llegado en un artículo
anterior a clasificar la materia en tres categorías con distinto grado de
complejidad: la materia inerte, capaz de superar la selección fundamental; la
materia viva, que superará una selección más compleja, como es la selección
natural, y, por último, la materia culta –poseedora o fruto de la inteligencia
abstracta–, capaz de prever y adelantarse a la incertidumbre del entorno al
superar la selección cultural con el concurso de la inteligencia.
El hombre ya se sitúa de lleno
dentro de la materia culta, pues la humana es la única especie dotada de
inteligencia abstracta; pero el proceso selectivo a que nos referimos no termina
en la materia culta, sino que continúa dentro de ella, diversificándose en
función de los distintos entornos a los que debe vencer.
Tales entornos pueden venir
definidos geográficamente por las fronteras nacionales, más o menos rígidas
entre países, o aquellas que separan comarcas, dentro de un mismo país; límites
que dan como resultado la independencia y diferente desarrollo de las culturas
autóctonas, cuya variedad en el seno de una misma nación posee una importancia
creciente toda vez que la amenaza de la globalización tiende a engullirlas y
hacerlas desaparecer en cuanto no son homologables a su modelo.
También esta definición de
entornos puede ser cultural, como ocurre con cada una de las distintas
especializaciones que el hombre acomete. Por eso hay muchos menos especialistas
de cada materia que hombres; porque el hombre para convertirse en especialista
de algo ha debido vencer antes el antagonismo de otro entorno agregado: el que
le obliga a enfrentarse a la problemática específica de su especialidad.
En particular, el toreo también
posee rango de especialización, porque tanto el torero como el ganadero son
profesionales que, mientras están en activo, necesitan entregarse por entero y
dedicar su vida a penetrar en el conocimiento y práctica del asunto. Deben
sumergirse con entusiasmo, con heroísmo a veces, poniendo los cinco sentidos en
superar las incertidumbres de la lidia si quieren aspirar a dominarla y hacerla
suya.
Por eso hay también muchos menos toreros que
hombres; porque el hombre, para ser torero, necesita vencer de nuevo el
antagonismo de un entorno añadido: el que le enfrenta al toro y al toreo. El
toro, con su carga de muerte, y el toreo, con sus complejas reglas, son los
filtros selectivos que el hombre debe superar para ser torero.
En primer lugar, debe
sobreponerse al miedo que el toro impone venciendo el instinto de conservación,
y fíjense en la importancia de este hecho: el instinto de conservación, que es
fruto de la selección natural propia de todo ser vivo, ha de ser superado por
la selección cultural que convierte al hombre en torero.
En segundo lugar, el hombre
debe reunir además las cualidades físicas y psíquicas necesarias para
desarrollar los métodos y recursos del arte de la lidia y llevarlos a cabo con
una estética que no desmerezca de las cotas alcanzadas por el toreo de la época
en que lo desarrolla.
Dicho lo cual, resulta evidente
que el torero es un logro de la selección cultural.
También habíamos concluido en
el susodicho artículo anterior que el toro de lidia era asimismo fruto de la
selección cultural. Ahora bien, si el toro, para existir, y el torero, para
ser, han necesitado superar la selección cultural, ambos pertenecen a la
materia culta; y si ambos pertenecen a la materia culta, la actividad que une
sus destinos –esto es: el toreo–, no tiene más remedio que formar parte de lo
que se define por Cultura. Y cultura es, le pese a quien le pese.
El toreo pertenece así a la
tercera fase de la historia de la materia, puesto que la emergencia de la
cultura aparece después de la vida –segunda fase– y ésta después del origen del
universo –fase primera–, además, forma parte importantísima del acervo cultural
español de los últimos tres siglos.
Con lo cual, se hace necesario
seguir a Ortega y Gasset –don José–, quien sostenía que el toreo, nos guste o
no, lo amemos o abominemos de él, tenemos la obligación de esclarecerlo, de
ponerlo en claro, a fin de captar su esencia y entender su práctica,
independientemente de nuestra posición respecto a su ocurrencia. A tal intento
prometo dedicar un próximo artículo.
Ahora, sigamos con la cultura.
El toreo, como variedad cultural, posee geográficamente un rango supranacional,
puesto que, además de en España, se asienta actualmente en el sureste y
sudoeste de Francia, en México, en Colombia, en Venezuela, en Perú, en Ecuador,
en Barrancos y algún que otro pueblo más de Portugal, ciñéndome aquí a los
lugares donde se celebra la corrida a la española.
En el tiempo, y ateniéndonos a
lo que conocemos por “corrida de toros”, que bien poco tiene que ver con las
fiestas de toros en las que actuaba la nobleza, podemos decir que es en torno
al ecuador del siglo XVIII cuando la Fiesta cuaja como obra de arte. Y lo hace
de manera impremeditada, como casi todo lo que del pueblo viene, sin afán de
crearla como tal, sino encontrándose dentro de ella, inmerso en ella, con total
inocencia.
Es un estallido de lo que se ha
venido fraguando tras una lenta gestación de, al menos, medio siglo, en un
tiempo en que el pueblo español decide desmarcarse totalmente de una nobleza
inútil para la creación, desprestigiada en los asuntos políticos,
administrativos y bélicos, y asume, educa y estiliza sus propios modelos, que
serán los que marcarán los gustos y las modas del país para las dos centurias
siguientes.
A la efervescencia de los
toros, le acompaña el entusiasmo que provoca el teatro, al que el pueblo llano
acude en masa como en la antigüedad acudían los atenienses al teatro griego.
Prueba de la pronta madurez que
la fiesta de los toros adquiere, del modo con que se generaliza su aceptación y
de cómo se preceptúa y regula, es que cuando Charles Darwin publica en 1859 la
primera edición de “El origen de las especies” o cuando Gregor Mendel hizo lo
propio con sus leyes en 1865, ya contaba el toreo con dos preceptivas
históricas: “La Tauromaquia o Ciencia del toreo”, de Pepe-Illo, publicada en
1796, y la “Tauromaquia completa o Arte de torear en plaza tanto a pie como a
caballo”, de Francisco Montes, Paquiro, dada a la imprenta en 1836.
Inciso: por si el dato nos fuera necesario,
Franco no nacería hasta 1892.
En cuanto a su evolución, el
toreo sigue las pautas de la evolución cultural en general, la cual va
progresando a saltos conforme al principio dialéctico de la transformación de
la cantidad en calidad. Lo que sostiene dicho principio es claro: las cosas se
van transformando por pequeños cambios que se van acumulando. Sin embargo, esta
acumulación de cambios pequeños y casi imperceptibles no puede producirse
indefinidamente.
Llega un momento en que, en
lugar de pequeñas modificaciones, el cambio tiene lugar mediante un salto
brusco.
Así funciona todo lo natural,
incluido la materia inerte. (Tómese, por ejemplo, el caso del agua. Si subimos
su temperatura de 1ºC, a 2ºC, 3ºC…, hasta 99ºC, el cambio es continuo, pero si
la subimos un grado más y llegamos a los 100ºC, se produce un salto brusco y el
agua se transforma en vapor.)
Y así funciona también la
cultura, en general, y el toreo, en particular.
Como acontece en casi todas las
artes, las ciencias, la política, la historia y gran parte de la tecnología, el
desarrollo del toreo está unido sobre todo a un pequeño número de personas que
han ejercido una influencia extraordinaria en la evolución de sus modos. Ellos
personifican los saltos cualitativos que han llevado al toreo a situarse en su
estadio actual. Los nombres de Cúchares, Paquiro, El Gordito, Lagartijo, El
Espartero y, sobre todos, Juan Belmonte –que es quien pega el radical golpe de
timón que cambiará definitivamente el curso del toreo encaminándolo por los
derroteros de las bellas artes–, al que seguirán después los de Manolete, El
Cordobés, Paco Ojeda y José Tomás, para dejar puesta en suerte la evolución del
toreo en los terrenos de la actualidad, representan los principales escalones
donde el toreo ha experimentado saltos cualitativos en su proceso evolutivo.
Identificar en estos toreros
los motores del cambio de la Fiesta, nos lleva a pensar en la diferencia de
predisposición individual que, de forma innata, existe en ellos hacia la
actividad taurina y, de aquí, no hay más que un paso para caer en la creencia
de que hemos vuelto a ser regidos por la selección natural y que todo es una
cuestión de genes. Pero no es así.
Un torero como Joselito El
Gallo debía tener, sin duda, dotes genéticas excepcionales cuando, con tan solo
nueve añitos, corrigió a un banderillero adulto que trataba infructuosamente de
clavar un par de banderillas en una capea en Coria del Río, hasta el punto de
tirarse al ruedo y clavárselas él.
Sin embargo, esas dotes
hubieran pasado totalmente inadvertidas de nacer en el seno de una familia de
esquimales, en vez de en una familia sevillana donde su padre, su tío y sus dos
hermanos eran toreros. La selección natural no desaparece en la materia culta;
pero los condicionamientos socioculturales son determinantes para que la
selección cultural siga evolucionando.
Defensora del toro de lidia, de
la ecología y de una manera humanista de concebir el mundo, la cultura taurina
debería ser defendida por quienes la atacan al tiempo que se posicionan en
contra del pensamiento único de la globalización. Estar a la vez en contra del
toreo y a favor de la biodiversidad cultural de los pueblos, es caer en
flagrante contradicción.
Puede que el origen de dicha
fobia –al margen de la beatería animalista– se encuentre en la identificación
que se hace del toreo con el franquismo y con la “España profunda”.
Sin embargo, ninguna de las dos
se sostiene en cuanto nos acercamos a su historia.
La primera, porque como hemos señalado, mucho
antes de nacer Franco ya contaba el toreo con sendos tratados paradigmáticos y
había llenado España de plazas de toros y competencias taurinas del calibre de
la que habían sostenido, por más de veinte años, Lagartijo y Frascuelo. La
segunda, viene contradicha por su origen, que entronca con las culturas
mediterráneas de Creta (minoica) y Roma (a través del dios Mitra).
Además, como gran creación
cultural, el toreo está ligado simultáneamente a una antropología particular y
a la expresión de valores universales, como la valentía, la belleza, el
sacrificio, la grandeza, la nobleza, la solidaridad, el esfuerzo, el juego…, igual
que la tragedia griega, a la vez de pertenecer a Atenas, sembraba prototipos de
sentimientos y pasiones en los que poder reconocernos los humanos: la
fatalidad, el deseo, la traición, el crimen, la venganza, la generosidad…
En concomitancia con lo que
señalaba acertadamente el filósofo Francis Wolff, reducir la fiesta de los
toros a la “España negra” sería tan absurdo como reducir la antigua tragedia
griega al esclavismo entonces imperante.
Por sus valores universales, la
cultura griega y la cultura taurina conquistaron el mundo. Y ahora, el
fanatismo animalista y la colonización anglosajona y yanqui se la quieren
cargar, y es nuestro deber cultural impedirlo.
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